Por Norma Morandini (*) |
Antes que mirarnos en el espejo del vecino y, como en un
acertijo, buscar al Bolsonaro de la Argentina, vale tratar de entender qué
sucedió en Brasil, con un excapitán del ejército que pasó más años en la Cámara
de Diputados que en los cuarteles, al punto de haber creado una familia de
profesionales de la política, sobre cuyos hijos diputados ya se ironiza que son
los "Kardashian" de Brasil.
"Aquí no soy nadie", dijo Bolsonaro alguna vez en
el plenario. En 2017, pretendió presidir la Cámara de diputados; de 500 votos
posibles consiguió solo cuatro. A pesar de que tampoco los generales lo
consideraban un buen militar, vieron en Bolsonaro la oportunidad de un soldado
político en un momento de gran calamidad por causa de la corrupción y el
desastre económico dejados por el Partido de los Trabajadores.
En Brasil, los militares nunca dejaron de tener influencia
política. Inauguraron los golpes de Estado en la región. Los únicos que con los
años institucionalizaron el régimen militar como sistema político. Mantuvieron
el Parlamento abierto en una ficción democrática con dos partidos creados por
decreto. Las justificaciones del golpe fueron en todos los países las mismas:
combatir el comunismo, las organizaciones armadas y la subversión, pero la
represión se hizo de manera diferente con resultados opuestos.
Como advirtió la filósofa política Hannah Arendt, la
fabricación de cadáveres no se puede analizar con categorías políticas. Cuando
se gobierna sobre muertos no se puede hablar de logros políticos. A la hora de
la restauración democrática, lo que domina es la relación con el pasado. En
Brasil, fueron los mismos militares quienes comandaron la democratización; los
exiliados regresaron como héroes y muchos de ellos se convirtieron en figuras
destacadas, como el sociólogo Fernando Henrique, teórico de la dependencia de
los años 70, y quien llegó más lejos al convertirse en presidente de Brasil.
Una exguerrillera llegó a ser la primera mujer presidente,
Dilma Rousseff; pero ella, lejos de reivindicar su pasado, decía: "El
sistema democrático es el que permite que una expresa política llegue a la
presidencia". De modo que en Brasil se amnistió la violencia política, los
militares no fueron juzgados y la verdadera revolución democrática fue que en
el país más desigual del continente, con una tradición imperial, gobernado
históricamente por una elite social y cultural, hubiera llegado a la
presidencia Luiz Inacio da Silva, Lula, un operario de las automotrices, líder
sindical, nordestino, parte de esos migrantes pobres atraídos a San Pablo por
el "milagro" económico cuando el país crecía a tasas chinas, que
venció las resistencias de los poderosos cuando prometió públicamente continuar
con las mismas políticas económicas.
Ni Lula ni Dilma metieron mano en las currículas de las
academias militares, pero encararon una profunda democratización social para
garantizar derechos a sectores tradicionalmente discriminados, como los negros,
especialmente las mujeres, y los indios. En Brasil, los derechos humanos no
remiten a la represión militar, sino a los derechos democráticos que
legitimaron la participación de la sociedad civil, sobre todo en las cuestiones
ambientales y el acceso a la educación. Una profunda democratización cultural
que incluye a los mismísimos militares. En estos días de estreno de gobierno,
fueron los ministros militares los que más prometieron respetar a la prensa
como el pilar democrático, y se mostraron menos beligerantes que algunos
civiles.
Si no se entiende la excepcionalidad histórica de Lula, un
hombre del pueblo, la defraudación por la corrupción que lo llevó a la prisión,
el fracaso político del PT y la soberbia de los que humillan en nombre de las
grandes causas, mal se comprende que los mismos sectores que ayer se sentían
representados por Lula hayan votado por Jair Bolsonaro, su contracara ideológica
y religiosa. En cuanto a la Iglesia Católica, que inicialmente apoyó el golpe
militar y a las primeras denuncias de torturas se convirtió en una opositora
del régimen, fue la mentora de Lula, especialmente la Teología de la
Liberación, que invoca a Dios para combatir la injusticia social. Jair
Bolsonaro, cuyo nombre completo es Jair Messias, siendo católico se volcó a las
iglesias evangélicas que han ido desplazando a la Iglesia Católica, e invocan a
Dios para meter miedo. En lugar de alquilar los espacios televisivos como
sucede en nuestro país, en Brasil ya son dueños de la popular Red Record, la
principal propagandista de Bolsonaro, y los pastores electrónicos que asustan
con Satanás y prometen amores y prosperidad.
Mirar Brasil con ojos argentinos puede ser una gran
tentación, pero no para imaginar el futuro, sino para reconocernos en el pasado
reciente. Nosotros ya tuvimos todo aquello con lo que en Brasil atemoriza
Bolsonaro: las descalificaciones ideológicas, el patrullaje sobre las expresiones
verbales, los llamados escraches que en realidad son persecuciones, las
restricciones a la prensa, la violencia verbal, las humillaciones mediáticas,
la intolerancia. No importa si se invoca a Dios o a la Patria, porque a derecha
o a izquierda delatan el desprecio a la democracia como el sistema del respeto
y la convivencia pacífica.
Nos gusta vernos como una vanguardia regional; ¿no será que
en realidad porque quedamos atrás parecemos primeros? Lo seremos realmente si
en momentos en los que la democracia aparece en riesgo por las concepciones
populistas finalmente los argentinos miremos hacia adelante y consolidemos lo
que nos debemos: un sistema de libertades y derechos para consagrar una
democracia decente y encarar el combate contra lo que realmente la invalida,
que es la pobreza.
(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
© La Nación
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