Por Gustavo González |
Hace muchos años, mientras cubría la caída
del Sha en Irán, Kapuscinski se preguntó en qué momento había
comenzado la Revolución.
Creyó que fue el día en que observó que el grito de un
policía a un manifestante para que se desconcentrara, no generó lo que generaba
siempre. El cronista ya había visto esa escena: el policía gritaba y el hombre
huía, y detrás de él huían los demás. Pero ese día el policía gritó y el hombre
se quedó donde estaba, mirándolo. El policía volvió a gritar, pero el hombre
permaneció quieto, junto al resto de los manifestantes que hicieron lo mismo.
Hasta que el policía dejó de gritar y se dio media vuelta.
Kapuscinski estaba convencido de que el Sha comenzó
a caer en ese preciso instante.
Presidentes imposibles. Esta
semana, Jair Bolsonaro asumió como presidente de
Brasil. Mencionó decenas de veces a Dios, llamó a combatir
la ideología de género, atacó a los medios y ofreció su sangre para que la
bandera roja del comunismo no flamee más en su país. Un año atrás,
Bolsonaro era percibido como alguien parecido al diputado argentino Alfredo Olmedo, un marginal de la gran política.
Y como recordó Jorge Fontevecchia en su columna de ayer, un referente
filosófico de su gobierno es Olavo de Carvalho, alguien despreciado por los académicos
que acusaba a Obama de haber recibido apoyo de Al Qaeda, Hamas, la OLP, Kadafi, Fidel Castro y Chávez, juntos.
La queja de los brasileños con la vieja corrección
es previa a Bolsonaro y está detrás de su voto. Por eso, lo que ayer sonaba
caricaturesco hoy habita el Planalto. Los cambios vienen sucediendo a la vista de
todos, aunque a veces cueste reconocer sus señales.
Quizás un Kapuscinski brasileño encuentre la
respuesta de en qué momento Bolsonaro dejó de ser una anomalía del sistema para
convertirse en la nueva normalidad, en la representación de una mayoría que ya
no siente vergüenza de pensar en voz alta.
El malestar con la globalización y con la
democracia está generando líderes a la altura de este tiempo líquido. Antes
que Bolsonaro, sucedió en los Estados Unidos con un hombre que llegó a la
Presidencia en contra del establishment, los partidos tradicionales y los
medios.
Trump era un presidente imposible para el círculo rojo y
lo siguió siendo incluso después de ganar. Lo consideraban una anomalía
que el propio sistema depuraría, al punto de anticipar que no concluiría su
mandato.
Hoy parece más cerca de la reelección que de
ser Nixon. Representa bien a aquéllos que estaban incómodos
con los discursos políticamente correctos, mientras veían esfumarse el sueño
americano del progreso generacional.
¿En qué momento Trump comenzó a ser presidente?
¿Sucedió un día cualquiera en Wyoming, cuando un granjero le gritó a un
banquero de Cheyenne que no podía pagar su crédito por los malditos inmigrantes
que robaron su trabajo, sin avergonzarse y sin que nadie lo callara?
Relatos en pugna. Macri también fue un presidente imposible. Porque era
imposible que alguien que no fuera peronista (ni siquiera radical) llegara a la
Presidencia. Hasta que un día todo lo que eran sus debilidades se convirtieron
en fortalezas. Que no tuviera partido, marchita ni mártires, pasó a ser
clave para representar a una alianza policlasista hastiada de la política
tradicional y los relatos impostados.
¿En qué emisión de 678, un televidente
se habrá dado cuenta de que la imagen de niños escupiendo las fotos de
periodistas, no era épica sino obscena?
¿Cuál fue el discurso de Cristina en el que uno de los manifestantes dejó de
conmoverse por su tono desgarrado y comenzó a verla solo como una mala actriz?
La historia está llena de micromomentos en los
que imperceptiblemente todo empieza a cambiar. Son efectos mariposa
de la política, movimientos aparentemente menores que se suman a otros pequeños
e insignificantes y terminan generando grandes cambios. El día en que un estudiante
chino se paró frente a una columna de tanques en Tiananmén y esa vez los
tanques no lo pasaron por encima.
El día en que una parte de la Plaza de Mayo dejó de
aplaudir a Perón para darle la espalda. El día en que quemar un féretro en un
cierre de campaña de 1983 sintetizó la violencia a la que no se quería
regresar. El día en que una mujer se atrevió a denunciar una violación y ya no
sintió vergüenza por hacerlo.
Seguramente, algunos de esos momentos disruptivos
están sucediendo ahora. O ya sucedieron y sus efectos todavía no terminan de
verse.
El debate por la legalización del aborto es un
ejemplo del vértigo que pueden tener los cambios y los traumas que implican. Un
tema que hasta hace muy poco era tabú, el año pasado se transformó en moneda
corriente hasta en los programas de chismes y su proyecto recibió la aprobación
de Diputados. Sin embargo, apenas un mes después, las iglesias católicas y
evangélicas exteriorizaron el repudio de millones de fieles a una ley que no
pudo ser aprobada en el Senado.
Hay transformaciones que se enfrentan a
transformaciones que van en sentido contrario.
El relato de una posmodernidad pluralista,
culturalmente liberal y conceptualmente light, está en pugna con la narración
modernista de valores más tradicionales, concepciones nacionalistas, ideas
fuertes y reivindicación de la fe. Esta puja no se ve en los medios masivos, en
donde aún priman las posiciones más cool de la posmodernidad por sobre ideas
que siguen pareciendo arcaicas (y eran las que hace un par de décadas
resultaban hegemónicas).
El garrote del pasado. A lo atípico
del macrismo como experiencia política se le suma que su ADN policlasista
contiene a sectores liberales, conservadores, progresistas, nacionalistas y
religiosos. Y es allí donde el duelo cultural por la nueva narración de época
se percibe más: para ciertos votantes suyos, Macri representa valores
demasiado livianos y permisivos en cuestiones como el aborto, el igualitarismo
de los sexos, las drogas o la relación con los movimientos sociales.
En este 2019 electoral, el Presidente
intentará contenerlos a todos, otra vez, detrás del miedo al pasado. Empezó
temprano. El jueves volvió a confrontar con Cristina y a hablar de “la
corrupción masiva” de sus años.
El garrote del pasado, como amenaza latente, le
funcionó perfecto al macrismo. Como el policía de Kapuscinski, cada vez que
esgrimió ese arma, el electorado retrocedía y se alejaba de Cristina. El
mecanismo se repitió siempre que fue necesario y se sigue utilizando.
El riesgo es que, en algún momento y ante una nueva
amenaza de que vuelve el pasado, el electorado (o una parte de él) en lugar de
escapar decida cuestionar el presente. Sería lógico que, tras cuatro años de
gestión, esa pregunta también esté germinando en algún rincón de la sociedad.
Y para el día en que esa demanda se exteriorice, el
Gobierno deberá tener preparada una buena respuesta.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario