Por Javier Marías |
Esto se vio con Berlusconi y se ve
ahora con Trump. Su éxito consistió, en gran medida, en que lograron que la
prensa girara en torno a ellos, que les diera permanente cobertura para
alabarlos y sobre todo para denostarlos. Ambos montaron espectáculo y armaron
escándalos, y los periódicos, las televisiones, las radios y las redes
sociales, incluidos los serios (bueno, si es que una red social puede ser
seria), se ocuparon hasta la saciedad de sus salidas de pata de banco y de sus
bufonadas. Esto es, les concedieron más importancia de la que tenían, y al
dársela no sólo los hicieron populares y facilitaron que los conocieran quienes
apenas los conocían, sino que los convirtieron en efectivamente importantes.
La época de
Berlusconi parece que ya pasó (nunca se sabe), pero ahora la operación se
repite con su empeorado émulo Salvini: a cada majadería, chulería o
vileza suya se le presta enorme atención, aunque sea para execrarlas, y así se
las magnifica. La era de Trump no ha pasado, por desgracia, y se siguen
registrando con puntualidad cada grosería, cada despropósito, cada sandez que
suelta, y así se lo agranda hasta el infinito.
Llegados a donde
han llegado tanto Trump como Salvini (el máximo poder en sus respectivos
países), ahora ya es inevitable: demasiado tarde para hacerles el vacío, que
habría sido lo inteligente y aconsejable al principio. Cuando quien manda dice
atrocidades, éstas no se pueden dejar pasar, porque a la capacidad que tenemos
todos de decirlas, se añade la de llevarlas a cabo. Si mañana afirma Trump que
a los musulmanes estadounidenses hay que meterlos en campos de concentración, o
que hay que privar del voto a las mujeres, no hay más remedio que salirle al
paso y tratar de impedir que lo cumpla. Pero a esas mismas propuestas,
expresadas hace dos años y medio, convenía no hacerles caso, no airearlas, no
amplificarlas mediante la condena solemne. En el mundo literario es bien
sabido: si un suplemento cultural lo detesta a uno, no se dedicará a ponerlo
verde (aunque también, ocasionalmente), sino a silenciar sus obras y sus logros,
a fingir que no existe.
Como es imposible
que esta regla básica se ignore, hay que preguntarse por qué motivo los medios
y los partidos en teoría más contrarios a Vox llevan meses dándole publicidad y
haciéndole gratis las campañas. Veamos: ese partido existe hace años y carecía
de trascendencia. Un día “llenó” con diez mil personas (bien pocas) una
plaza o un recinto madrileños. Eso seguía sin tener importancia, pero la Sexta
—más conocida como TelePodemos, raro es el momento en que no hay algún
dirigente suyo en pantalla— abrió sus informativos con la noticia, le regaló
largos minutos y echó a rodar la bola de nieve. En seguida se le unieron otras
cadenas y diarios, de manera que, aunque fuera “negativamente” y para
criticarlo, obsequiaron a Vox con una propaganda inmensa, informaron de su
existencia a un montón de gente que la desconocía, otorgaron a un partido
marginal el atractivo de lo “pernicioso”. Y así continúan desde entonces. Se
esperaba que en las elecciones andaluzas Vox consiguiera un escaño y le cayeron
doce. Inmediatamente Podemos (en apariencia la formación más opuesta) agigantó
el aún pequeño fenómeno, llamando a las barricadas contra el fascismo y el
franquismo que nos amenazan. Lo imitaron otros, entre ellos el atontadísimo
PSOE. Los independentistas catalanes se frotaron las manos y lanzaron vivas a
Vox, porque eso les permitía hacer un pelín más verdadera su descomunal mentira
del último lustro, a saber: “Vean, vean, España entera sigue siendo
franquista”. Los columnistas más simples se lanzaron en tromba a atacar a Vox,
y a pedirnos cuentas a los que ni lo habíamos mencionado. No sé otros, pero yo
me había abstenido adrede, para no aumentar la bola de nieve creada por la
Sexta, que ya no sé si es sólo idiota o malintencionada. ¿Hace falta manifestar
el rechazo a un partido nostálgico del franquismo, nacionalista, xenófobo,
misógino, centralista y poco leal a la Constitución, amén de histérico? Ça va sans dire, en cierta gente se da por supuesto. Si
Vox estuviera en el poder, como lo están sus equivalentes Trump, Salvini,
Maduro, Orbán, Bolsonaro, Ortega, Duterte y Torra, habría que denunciarlo sin
descanso. Pero no es el caso, todavía. Un 10% de apoyos en Andalucía sigue
siendo algo residual, preocupante pero desdeñable. Ahora bien, cuanto más
suenen las alarmas exageradas, cuanto más se vea ese 10% como un cataclismo,
más probabilidades de que un día acabe siéndolo. Y como es imposible —repito—
que se desconozcan el adagio de Wilde y sus variantes, no cabe sino preguntarse
por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCat y otros medios y partidos desean
fervientemente que Vox crezca sin parar, mientras fingen horrorizarse.
© El País Semanal
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