Por Carlos Ares (*) |
Picamos sobras de proyectos que van quedando, nos clavamos panelistas rancios de
postre mirando la tele y eructamos instantáneas opiniones de café. Sacarse de
encima tanto deshecho que se aglomera, obtura, fermenta, huele mal y pudre el
humor, a veces cuesta sangre, sudor y lágrimas.
En el trámite intestino para asimilar y distribuir la
energía que activa los músculos de la convivencia, hay demasiados peajes.
Cuando no es el Opus Dei, la Iglesia,
los evangelistas, o algún lobby religioso que hace vomitar a los tibios, son
los barras bravas de algún gremio pateando el hígado y parando el corazón
productivo de los que resisten la presión o las corporaciones empresarias
asfixiando a toda la sociedad con la mano invisible del Mercado ajustando al
cuello la soga de la corrupción y la codicia sin límites.
La sucesión de tremendos golpes militares en la boca del
estómago y el excesivo consumo de tanto discurso chatarra frito en aceite de
coima, impiden deponer las heces de ideologías con pretensiones hegemónicas y
otros residuos autoritarios. Todavía tenemos sapos sin condena de la época de
Menem saltando en la garganta. El atasco es cancerígeno. La inmovilidad
reproduce los Boudou, De Vido, Baratta, Jaime, Aníbales, tumores malignos que
se deben prevenir con periódicos controles políticos.
De pronto estás por clavarte una saludable baguette de
salame, queso y manteca y en la pantalla del bar reaparece Carlos Spadone, que
reescribe su pasado y publica un libro. En 1991, Spadone y Miguel Angel Vicco,
uno asesor y el otro secretario de Menem cuando era presidente, le vendieron al
Estado leche contaminada para los planes de asistencia a recién nacidos y
menores de un año. Spadone, - socio además de Menem en una empresa - , fue
condenado "en suspenso" pero a la vez cobró una indemnización, - por
orden de Menem- , porque no llegó a probarse que la leche hubiera intoxicado o matado
a nadie. Una estafa millonaria en dólares hecha por un par de criminales. Y ahí lo tenés,
interrumpiendo el paso a otra historia, seco, duro, agravando el malestar. No
diste bocado a la baguette y el salame ya te cae mal. Ni hablar de la disfagia,
como llaman los médicos a la imposibilidad de tragar. De tragar personajes como
ese.
El menú electoral ofrece ahora, de entrada, una sarta de
chorizos curados de espanto y verguenza en La Matanza. Rodajas de Massa untadas
en la cocina de Camaño/Barrionuevo con aceite de primera apretada en frío,
variedad de papitas Bergoglio hervidas al estilo Grabois en caldo de
"patria", "soberanía", "pueblo" y un toque de
hierbas cosechadas en territorios feudales propios. Ideal para maridar con un blanco
don Felipe de estancias Solá o un tinto Moyano añejado en curros de roble.
La demora en el tránsito a otro país posible hincha, afecta
la voluntad, frunce el ceño, constipa las relaciones, estriñe las ganas. La
desesperación lleva a considerar remedios extremos. Hay quienes han comenzado a
beber litros de consignas laxantes producidas por los laboratorios partidarios
de Bolsonaro, Cúneo, Guillermo Moreno, Olmedo o Scioli, sin pensar en las
consecuencias que tendría semejante ultradiarrea de derechos esenciales.
Si logramos sentarnos y relajar la impaciencia, detonar sin
más heridas, suturando acuerdos, la tensión acumulada al gas, tal vez podríamos
desagotar cada día pequeños pompones de excrementos. De ser así veríamos
aliviados como, lentamente, un caudal legal cada vez más transparente se lleva
kilos de mierda atorada en los últimos treinta y cinco años. Ah, qué placer.
Qué hermoso mañana. Eso sí, atenta la mirada, siempre con una sopapa en la mano
por las dudas para que de verdad no vuelvan más.
(*) Periodista
© Perfil.com
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