Por Fernando Savater |
Pero las autoridades rusas que hoy mandan en ese
lugar no lo han querido así: consideran al pensador —a quien las vicisitudes
históricas obligaron a ser prusiano, luego ruso y prusiano otra vez— traidor a
un país cuya configuración actual no pudo conocer.
Para los
nacionalistas, su patria es eterna y eternamente amenazada, aun antes de
existir. El jefe de la flota del Báltico, que es vicealmirante, pero no
filósofo, ha condenado al traidor Kant, “que escribió libros incomprensibles
que ningún buen patriota ha leído ni leerá jamás”. En esto último tiene razón,
para qué negarlo.
Inmanuel Kant nunca
salió de Königsberg, por la que paseaba con tan puntual regularidad que sus
vecinos sincronizaban los relojes con su deambular. Lúcido, audaz, pero
respetuoso, nunca explicó en sus clases nada que pudiese alterar el orden,
aunque siempre defendió la libertad de pensamiento. Dijo que el lema de la
Ilustración era sapere aude, atrévete a pensar por
ti mismo, y creyó que ya era hora de que la humanidad abandonase su culpable
minoría de edad intelectual.
En La paz perpetua, un proyecto político mundial
idealista, pero no ingenuo, sostuvo que nuestro globo es redondo para que los
humanos no nos dispersemos hasta el infinito y nos soportemos mutuamente, “pues
nadie tiene originariamente más derecho que otro a estar en un determinado
lugar de la tierra”. Un traidor, hoy más que ayer.
© El País (España)
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