Marlon Brando (Escena de "El último tango en París") |
A menudo caemos en la trampa de, por ser capaces de
desvelar las más toscas formas de censura, pensar que desenmascaramos los
intentos de cercenar la opinión libre. Pero nuestro problema mayor en lo que
concierne a este asunto suele radicar en la incapacidad para detectar la
censura cuando se ejerce de manera sutil. Son ocasiones en que se ejecuta para
proteger poderes elevados, económicos o sagrados.
La censura que se ejecuta
bajo los mandatos del mercado es la más ladina, porque establece un juicio sobre
el talento de las personas antes de que desarrollen su actividad. Expresarse
con independencia en una sociedad de consumo obliga a vencer las cortapisas del
mercado, mucho más agresivas que las ansiedades de la censura tosca. En muchas
ocasiones he asistido a afirmaciones taxativas: «esto la gente no lo va a
entender», «lo que le gusta al público es esto otro», «no hay demanda para una
cosa así». En casi todas ellas he entendido un tufo censor, pero disfrazado,
amparado en leyes supuestamente objetivas. Para llegar a hacer lo que
quieres, no queda otra que enfrentarse a tantos que se adueñan del gusto y la
demanda ajenos, sin siquiera conocerlos de verdad.
Entre las más sutiles formas de censura siempre he
encontrado que el doblaje y las malas artes en la traducción son indetectables.
Resulta sospechoso que el doblaje cinematográfico naciera de la mano de las
tres dictaduras más potentes que sufrió Europa en el pasado siglo. La nazi en
Alemania, la fascista en Italia y la franquista en España. Casi de manera acordada
introdujeron una variante en lo que entonces era el entretenimiento más popular
y lograron que el cine se consumiera en el idioma patrio y no en las lenguas
particulares con que se había rodado cada película. En España, donde el talento
de los actores de doblaje es muy superior al del resto del mundo, son
incontables las escenas, de Mogambo a Casablanca, donde se utilizó
la versión en castellano para rebajar la carga erótica o política de una
escena. En ocasiones directamente se practicaba una censura radical poniendo en
boca de los personajes cosas diferentes de las que decían. Ocultar las voces
originales permite revertir matices, muchas veces estéticos, pero también de
contenido. Negar su lengua a una expresión artística entra dentro de la suplantación,
algo parecido a retocar los colores de un Velázquez o colorear el Guernica,
convencidos de que así gustará más a los niños.
Pero una vez superadas las dictaduras políticas
quedaron las económicas. A nadie le interesó fijarse en la forma en que el doblaje
sigue ejerciendo una sutil censura sobre la carrera comercial de las películas.
Y ya nadie reparó en la reescritura de los contenidos. En Estados Unidos se
doblan diálogos que contienen palabrotas para que ciertas películas logren
pasar la censura televisiva y de las líneas aéreas. En España se rebajan las
blasfemias, se edulcoran las frases originales y en ocasiones se matizan
elementos para satisfacer las sensibilidades más reaccionarias o pusilánimes.
Me vino a la cabeza toda esta sutil degradación cuando en las televisiones se
dedicaron unos minutos a glosar la figura del director de cine Bernardo
Bertolucci, recientemente fallecido. Se habló mucho del tiempo en que estuvo
censurada su película El último tango en París y cómo, gracias
a la llegada de la democracia, la película llegó con retraso a nuestras
carteleras. Hasta ahí todo cierto, pero cuando se exhibió, en plenas
libertades, uno se sentaba a ver la versión doblada de la película y en su
escena inicial Marlon Brando, desolado por la muerte de su esposa, camina bajo
las vías del metro elevado parisino. A la altura del puente de Bir Hakeim, bajo
el ruido del metro sobre los raíles, el protagonista lanza un grito furioso:
«¡Fucking God!». En la versión doblada al castellano, ese literal «me cago en
Dios» fue doblado para la eternidad hispana con una traducción curiosa:
«¡Jodidos!». Vamos, que el personaje de Marlon Brando maldecía al mundo, al
estado de cosas, al vecindario. A todos, menos al Dios que maldecía en el
original. Nadie al día de hoy ha reparado ese atentado ni cae en la cuenta de
los que se cometen de manera continuada.
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