Por Sergio Sinay (*)
El miedo alimenta el miedo, concluye la periodista y ensayista británica
Anna Minton en su libro Ground Control: Fear and hapiness in the
twenty-first-century city (que podría traducirse como Control territorial:
miedo y felicidad en la ciudad del siglo veintiuno).
Minton, columnista
habitual en The Guardian, perteneció al plantel del Financial Times,
ganó varios premios nacionales de periodismo, e investiga en su ensayo el modo
en que, partiendo de la nueva arquitectura, que piensa a los edificios como
modernas fortalezas a prueba de extraños, y siguiendo por cámaras y otros
instrumentos, se fue modificando en lo que va del siglo la naturaleza y la
función de los espacios públicos. Y, como consecuencia, también las conductas
de los ciudadanos, sus relaciones, e incluso su percepción de la realidad.
Hay una obsesión con la seguridad, de la cual se valen los gobiernos
y otros poderes para obtener de los ciudadanos permisos que, en nombre de
la protección y la vigilancia, afectan a la privacidad de estos, a su
intimidad y también a sus derechos. Se trata de permisos pasivos, entregados
por omisión de todo debate o cuestionamiento. Como si se dijera: tomá de
mí lo que quieras, pero dame seguridad. Y la necesidad de seguridad puede
convertirse en una adicción, advierte Minton. Esto ocurre, escribe, cuando la
gente siente que, por mucha seguridad que tenga, esta jamás será suficiente, y
es entonces cuando se convierte en una droga de la cual, una vez acostumbrados,
es imposible prescindir. Al respecto hay desgraciadas experiencias en la
historia.
Es oportuno reflexionar sobre esta cuestión antes de que la adicción se
naturalice hasta extremos peligrosos, mientras la policía recibe la venia para
disparar sin dar la voz de alto y sin que medie agresión directa previa, en
tanto el Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires anuncia más cámaras y más control para que nos
sintamos más seguros y vivamos mejor. Es difícil pronosticar, a la luz de
los hechos, hasta qué punto todo esto intimidará a los delincuentes, que toman
la vigilancia y la confrontación con la policía como gajes del oficio y no
dejan por ello de hacer lo suyo, como un colectivero no abandona su tarea por
el riesgo de chocar o un médico no renuncia a las guardias hospitalarias por el
peligro de contagiarse con algún virus. Pero sí se puede predecir que los
ciudadanos rasos, los que transitan cotidianamente calles y espacios públicos y
comunes estarán cada vez más observados por esas cámaras y deberán ser
minimalistas en sus gestos y movimientos para no resultar víctimas de un
disparo que podría llegarles sin voz de alto y sin que medie de su parte una
actitud agresiva, simplemente por las dudas.
Como bien señaló Zygmunt Bauman
en Miedo líquido, las cámaras que convierten a las ciudades en
gigantescos panópticos donde todos estamos vigilados, no discriminan sobre
motivos, elecciones, razones y causas de los movimientos que captan.
Simplemente graban. Y una suerte de Gran Hermano oficial y sin rostro ni
identidad determina a partir de esas imágenes. En definitiva, decía Bauman, somos
todos sospechosos. Y cuando la paranoia se expande como epidemia, no lo
somos solo para la cámara y para el burócrata que la supervisa, sino que
empezamos a ser sospechosos entre nosotros. Porque debido a esa paranoia el
solo hecho de salir de casa hace que nos sintamos en territorio peligroso. Una
mirada, un gesto, una aproximación, una manera de caminar convierte al otro, a
los otros, en riesgos potenciales. Entonces quizás ya no alcancen ni las
cámaras que alegremente nos prometen, ni el visto bueno para el indiscriminado
disparo policial. Quizás lo mejor sea andar armado, como muy livianamente
sugirió la ministra de Seguridad.
El propio Bauman apunta que la amenaza incierta, y recordada a cada paso
por la multiplicación de mecanismos de control, nos unifica a todos en una
sensación común: el miedo al otro. Ya no importa que quien promete seguridad
no pueda proveérsela ni a un ómnibus con futbolistas. El adicto pide más. Y
el proveedor incluye en la dosis una porción de populismo larvado y otra de
autoritarismo cool.
(*)
Periodista y escritor
© Perfil.com
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