Solzhenitsyn: la evidencia histórica de los ocultamientos y propagandismo soviéticos. |
Pocos escritores del siglo XX pueden vanagloriarse de haber descubierto
un gran tema, uno de esos puestos de avanzada literaria que sirven para arrojar
luz sobre un periodo histórico, una estructura social, un sistema político, una
ideología y varios recovecos de la condición humana. Alexander Solzhenitsyn
puede presumir de descubridor en todos esos campos.
Su tema se resume en unas
siglas que, aunque tienen precedentes en la extensa literatura carcelaria rusa
(Korolenko, Dostoievski), fueron capaces de colocar la realidad soviética en
una nueva dimensión del horror. Toda la literatura sobre el Gulag es posterior
a Solzhenitsyn. El gran Varlam Shalamov es su contemporáneo, pero como prueba
la célebre polémica que sostuvieron, Shalamov no podía dejar de ver el lager con
los ojos de un literato. Los Relatos de la Kolimá no
traicionan, por supuesto, una realidad espantosa. Pero su autor no es capaz de
lidiar solo con los “puñados de verdad”, necesita un estilo. Archipiélago
Gulag fue un libro inaugural porque reveló "en crudo" todos
los detalles de un secreto cuyo peso acabó imponiéndose (pese a las numerosas
mezquindades) como evidencia histórica sobre décadas de ocultamiento y costra
propagandística. Muy pocos libros del siglo XX consiguieron esa radical
influencia.
Recuerdo claramente la tarde de adolescencia en que terminé de
leer Un día en la vida de Iván Denísovich, en una edición cubana de
la colección Cocuyo. Aquellas páginas me preocuparon, porque hasta esa tarde yo
había pensado que existía la posibilidad de que todo lo que se decía sobre el
estalinismo fuese una estudiada campaña de propaganda enemiga. No me culpen:
tenía apenas 16 años, vivía en La Habana y solo había hecho un viaje
estudiantil a Bulgaria. Fue el sobrio relato del calvario de Iván Denísovich
Shújov en un campo de trabajo lo que me hizo dudar, casi por primera vez.
Aquello no podía ser falso. Se presentaba como novela, sí.
Pero algo sostenía la rotunda verdad revelada en aquel libro, una verosimilitud
última, al margen de cualquier etiqueta de ficción. Leer aquello era saber
que había sucedido.
La única otra referencia a Solzhenitsyn que podía encontrarse en las
librerías habaneras de esa época formaba parte (aunque yo aún no lo sabía) de
un itinerario de expiación ideológica por el pecado cometido a mediados de los
sesenta. La espiral de la traición de Solzhenitsin (Arte y
Literatura, 1979), del checo Thomas Rezac, dejaba, ya desde su portada (una
maligna estilográfica enroscada como una serpiente) poco lugar a las dudas
sobre el mal causado. Muchos años después me enteré de que Rezac era, en
realidad, un agente de los servicios secretos checos que trabajaba para el KGB,
y que su libro se lo habían dictado casi página por página. Los detalles de esa
infamia los cuenta B. A. Ivanov, en un artículo de Novy Mir (titulado
“Sovershenno sekretno”, 1992, No. 4). Aquel libelo checo tuvo tremenda
influencia en una lejana isla del Caribe. Sobre todo, porque nunca se publicó
en Cuba ni una sola página del Archipiélago Gulag, un libro que
solamente hubiera podido publicar alguien que ya tenía un Premio Nobel, y que
aún así le acarreó a su autor numerosas consecuencias negativas para eso que
llaman “carrera literaria”.
A Solzhenitsyn le quedó el consuelo de vivir lo bastante como para
contemplar su victoria, la victoria de su verdad sobre la propaganda soviética.
Desde ese punto de vista, fue el único escritor soviético que recuperó con
orgullo su condición de escritor ruso, un apelativo que arrastra nociones mucho
más amplias que una mera denominación geográfica. No se trata solo de su
parentesco con la tradición eslavófila ni de su vínculo con el canon clásico de
su lengua (sobre todo con Tólstoi). Se trata, también, de que Solzhenitsin
vivió para ver a la Unión Soviética rebautizada como Federación Rusa, recibir
de nuevo la nacionalidad que le habían quitado las autoridades, leer la noticia
de la muerte de Andrópov (que fue quien se ocupó personalmente de su “caso”) y
recibir con una sonrisa el homenaje oficial del presidente Vladimir Putin
(bisoño agente del KGB, por cierto, en aquellos años de sus desdichas). De
todos esos desagravios, el más importante ocurrió en 1989, cuando se publicaron
los primeros islotes del Archipiélago –también en Novy
Mir, creo recordar. Hubo tiempo hasta de que los rusos volvieran a
criticarlo, esta vez por reaccionario y antioccidental.
Ejerció de clásico vivo, aunque creo que poco y mal leído en España
(salvo notables excepciones, como Juan Pedro Quiñonero). Publicado en fecha tan
temprana como 1974 por Plaza & Janés, Solzhenitsyn visitó Madrid en 1976 y
trató de convencer a los españoles de que el franquismo no podía llamarse
"dictadura". Su más seria editora en español, Beatriz de Moura, me
confesó una vez que publicarlo había sido una empresa económicamente
deficitaria. Y eso a pesar del famoso episodio de su entrevista televisiva, y
la airada respuesta de Juan Benet –en otras cosas con la cabeza tan bien
puesta, pero que en esa época pre corrección política se permitió la frivolidad
de asegurar: "mientras existan gentes como Solzhenitsyn perdurarán y deben
perdurar los campos de concentración", levantando una alharaca que dura
hasta hoy.
La realidad es que Benet no debe haber leído bien las novelas
de Solzhenitsyn, y como él, tantos españoles a los que cualquier
comentario sobre la "amenaza comunista" les olía, simplemente, a
propaganda franquista. El personaje podía ser un poco caricaturesco, pero
asegurar que era un mal escritor resulta un gran despropósito, ridículo,
además, en alguien que no sabía ruso. Por otra parte, Benet no era
precisamente marxista, como se ha ocupado de precisar su viuda, Blanca Andreu,
y lo fue menos después de viajar a Budapest. Lo que molestó a Benet fue que el
ruso era justamente lo opuesto del tipo de escritor, digamos
"alegórico", que él representaba.
¿Dónde radica, exactamente, la grandeza literaria de Solzhenitsyn?
La clave hay que buscarla en el subtítulo del Archipiélago Gulag,
"ensayo de investigación literaria" y en la pequeña nota que le
sigue: "En este libro no hay personajes ni hechos imaginarios. Las
personas y los lugares aparecen con sus propios nombres (...)". El
proyecto de una novela sin ficción, una novela que obedece a la idea ortodoxa
de "dar testimonio" del sufrimiento, de dejar para los otros al menos
la huella del dolor padecido completa la maldición histórica del escritor ruso,
encadenado a esa encarnación rusa de la voluntad de poder que es el starets,
el Gran Inquisidor. Del Dostoievsky de Recuerdos de la casa de los
muertos hasta la Svetlana Aleksiévich de Voces de Chernóbil,
la idea de explorar sin ficción los polos de la crueldad humana reviste el aura
de un renacimiento espiritual, de un acto de purificación. En el caso de
Solzhenitsyn, esta suerte de expiación revistió también un espectacular trabajo
con el idioma: rescató para la lengua rusa miles de palabras que no estaban en
los diccionarios.
Sin embargo, la otra cara de este trabajo literario es el pensador
reaccionario que nunca se cansó, como otros de sus predecesores eslavófilos
(Dostoievski, Rozánov), de negar la Ilustración y la Revolución francesa, de
echar en cara a Occidente su liberalismo, su "mediocridad" espiritual
y su "error materialista". Ese Solzhenitsyn predicador de la
ortodoxia como "la verdadera fe de Rusia", crítico del bolchevismo en
tanto martirio de una nación que deberá volver sobre sus raíces para no
perecer, se arrastró también por todos los tópicos del antisemitismo, un
delirio etnicista lleno de frases que darían risa si no planeara sobre ellos la
sombra de un destino macabro y la obsesión nacionalista de Putin.
A propósito de Gogol y su terrible dependencia del pope Matvei, Cioran
advertía el terrible proceso del que fueron víctimas algunos escritores rusos:
"cuando los dones de un escritor se agotan, la vacante de su inspiración
la ocupan las inepcias de un director espiritual". Solzhenitsyn
fue, al mismo tiempo, ese escritor dotado y ese director espiritual que se
dedica a apagar los rescoldos de su propio talento. Sin embargo, su centenario
se celebra ahora por todo lo alto en Rusia y en Francia, con debates,
conferencias, polémicas. Nada parecido habrá en España, donde los lectores aún
esperan para poder leer los fragmentos autobiográficos de Ugodilo
zernyshko promezh dvukh zhernovov (El pequeño grano logró aterrizar
entre dos piedras de molino), tal vez el libro más importante de memorias
que haya publicado cualquier autor ruso en las últimas tres décadas.
© Letras Libres
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