Por Alberto
Olmos
Dándole vueltas al asunto de la libertad de
expresión, no he encontrado nada más interesante para trabajar en último
término cuándo unas palabras pueden ser delito que una escena de Borat,la —por sí misma—
muy provocadora y original y libérrima película de Sacha Baron Cohen.
En esta escena —que, como muchas de las que
componen la película, surge de mezclar al personaje de ficción Borat con
personas reales en entornos también reales—, Borat consulta a un señor que
recuerdo conservador y algo sacristano sobre qué no se pueden hacer chistes. Y
el señor, admirablemente, dice algo que siempre encontré inteligentísimo: “No
nos reímos de las cosas que las personas no han elegido”.
Obviamente este apotegma moral haría imposible la
mayoría de los chistes y gestos que yo he defendido en los anteriores artículos
de esta serie, como las bromas de Jeselknik el-día-de-la-desgracia,
pues nadie ha elegido sufrir un atentado o morir o resultar herido en un
derrumbe o un tsunami. Sin embargo, ese “las
cosas que las personas no han elegido” pone mi inteligencia en marcha, me da un
punto de contacto, muy razonable y válido.
Pues, en efecto, los chistes, bromas o comentarios
que normalmente entendemos de mal gusto o poco honorables tienen que ver con
las cosas que una persona no ha elegido. Así, es siempre patético y
vergonzante reírse del aspecto físico de alguien, y denota una bajeza
intelectual muy singular, pues aúna la falta de imaginación con una
suerte de ventajismo miserable. Hace nada vi que el ex jugador de fútbol
Prosinečki era trending topic en Twitter. Al
pinchar sobre su nombre, para averiguar por qué tanta gente se acordaba de él,
resultó que no era por otra cosa que por una fotografía en la que aparecía con
una enorme barriga. Increíblemente, la red social más atenta de todas a la más
mínima falta de respeto hacia las minorías, alojaba alborozada un linchamiento
sobre una persona simplemente porque estaba muy gorda. Y eso hay que anotarlo:
está aún permitido reírse de la gente gorda.
También lo está reírse de los calvos, como llevo
toda la vida comprobando. Los calvos y los gordos y gordas somos la última
frontera de la libertad de expresión para todos aquellos que normalmente se
entretienen en limitársela a los demás.
También muy pertinente con esa frase que he traído
de Borat es el asunto del nombre propio. Es normal
que algunos locutores de radio (desde el ya retirado José María García al muy
activo Jiménez Losantos)
motejen a sus enemigos con derivaciones ridículas de sus nombres de pila, como
Pablo, Pablito, Pablete (García) o Pablenin (Losantos), y en las redes abundan
estas formas de humillación o mofa, y ahí está el Nacho Preescolar o el
habitual diminutivo para gente adulta: Albertito me ponen a veces los que
quieren rebajarme.
Todas estas pequeñas pullas se pasan por alto, y es
curioso que, como calvo, se entienda que uno debe hacer caso omiso al
oprobio si no quiere dar con su enojo la razón al oprobiador. Lo
mismo sucede con los gordos y las gordas. Socialmente se supone que todos
debemos aguantarnos, pues, hombre, no es como si nos llamaran guapos. ¡Eso sí
sería intolerable!
Porque he notado una gradación del insulto en
nuestros días que, cuando menos, resulta curiosa. Si eres una mujer muy guapa y
estupenda, y rica y famosa (una Cristina Pedroche, por ejemplo), y te dicen
“tía buena”, te puedes ofender. Si eres una chica fea y gorda, y te llaman
gorda, te tienes que aguantar. La revolución contra el piropo ha llegado antes
que la revolución contra el insulto, lo cual no deja de ser intrigante.
Deberían ser los feos, los calvos y los raros los que dijeran “¡basta ya!”,
pero son los guapos los que se han cansado de que los llamen guapos antes
que los feos de que los llamen feos.
Un día me desayuné con un titular de lo más
escalofriante: una muchacha se había suicidado. Entré en la noticia y leí un
largo texto donde se hablaba de muchas cosas y se daban muchos datos, pero sólo
leyendo con lo que me pareció una excesiva atención llegaba uno al meollo del
drama. “Gorda”. Creo que la palabra “gorda” sólo aparecía una vez en todo el
texto, cuando, en verdad, era la palabra más importante, la palabra múltiple y
definitiva. A esta chica la llamaban gorda todos los días en el colegio, y
quizá parece poca cosa que te digan gorda, calvo, feo un lunes, un día de
verano o en un único comentario en tu último post. Pero que
te digan gorda, calvo, fea mil veces al mes —sobre todo si tienes 14 años—, no
es una trivialidad.
No creo que por Ley pueda evitarse este tipo
acumulativo de la libertad de expresión menos deseable. Dudo mucho que a
alguien le puedan meter en la cárcel por llamar gordo al conductor del autobús,
o ponerle una multa, pues nunca será culpa suya si otros doscientos han
decidido también reírse de la obesidad del conductor del autobús. Creo, en
principio, en un mínimo de control propio entre gente adulta. Por ejemplo,
teniendo siempre presente que es abyecto reírse de “las cosas que la gente no
ha elegido”. Por ejemplo, uno puede destrozar hasta su última coma el libro de
un escritor, pero nunca entrar en cuestiones privadas (como ejemplo de basura
crítica les invito a buscar la reseña que de mi novela Alabanza hicieron en Babelia). Además, desde hace un par de años sigo
una consigna propia en Twitter: no meterme con nadie con el que ya se esté
metiendo todo el mundo, por mucho que a mí también me indigne u ofenda o saque
de mis casillas su artículo, su declaración o su último tuit.
Ya sé que es poca cosa, y que resulta muy difícil
conseguir que un chaval de 15 años no se ría de sus compañeros raritos, gordos
o con granos. Podría cerrar fácilmente este último artículo
de la serie diciendo la palabra mágica: educación. Pero no soy de
esos que creen que todo puede inculcarse a los niños simplemente diciéndoselo
en un aula donde normalmente no quieren estar. Soy más de pensar que si los
adultos no son capaces de dejar de lincharse entre ellos en Twitter (el bullying para mayores de edad está perfectamente
permitido allí), no hay nada que hacer.
Así que creo que no hay nada que hacer.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
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