Por Hernán Rossi
(*)
Raúl Alfonsín es el símbolo de varias
generaciones, aun cuando muchas y muchos lo hayan ignorado hasta hace poco y
recién lo están descubriendo. Para los que nacimos en los años 70 y éramos
pibes en 1983, su figura marcó sin duda alguna nuestras vidas. Para los
militantes en general, para los del radicalismo en particular, pero también
para mujeres y hombres sin actividad política cotidiana la figura de Alfonsín
se agiganta cada año que transcurre.
No se trata de la pasión de los argentinos por reconocer a nuestros
grandes hombres y nuestras grandes mujeres recién después de muertos. Se trata
de la necesaria perspectiva histórica que debemos ponerle al mirar hacia atrás,
pero no tan atrás, al pasado más o menos cercano, y la imposibilidad de dejar
de hacer comparaciones con lo que nos pasa hoy. Ahí es donde la figura de Raúl
Alfonsín crece.
Quienes hoy, pisando los 50 años nos angustiamos por un presente
nacional que no es el que nos imaginamos a los 20 o a los 30, nos enamoramos
cada vez más de aquel argentino de Chascomús que nos mostró el camino para
construir otra sociedad con muchas palabras –Alfonsín fue un hombre de
palabras–, pero también con hechos muy concretos, muchos de ellos olvidados,
que jalonaron la causa de su vida: la construcción de una República Democrática
Pluralista. Nunca más esas tres palabras convivieron armoniosamente en el pensamiento
y en la acción como con Raúl.
El ex presidente fue el último que convocó genuinamente a todos con
aquel rezo laico de la campaña del 83. Lo recuerdo a mis 10 años: TV en blanco
y negro en mi casa y mis viejos, más peronistas que radicales, extrañados,
seducidos, convocados, por esa figura que entraba con fuerza en los hogares
argentinos de la mano del publicista y correligionario –eran tiempos en que los
publicistas venían con la camiseta puesta– David Ratto. Finalmente mi mamá,
como la mayoría de las mujeres argentinas votó por él. Mi viejo en cambio se
inclinó por Luder, como la mayoría de los hombres argentinos, aunque estoy
convencido de que no le disgustó el triunfo radical.
Lo vuelvo a recordar en Semana Santa de 1987, más grande que nunca. El
hombre que había desafiado a los “milicos” diciéndoles que esta vez no habría
olvido, aunque tampoco odio, sino verdad y justicia, se enfrentaba a una
corporación militar que se sentía todavía fuerte y que amenazaba la democracia
alzándose en armas. Porque aquello de Rico, si no fue un golpe, fue un ensayo
para el golpe. Pero ahí estaba Raúl, rodeado por la renovación peronista que él
había alentado, por un puñado de ministros valientes, por miles de militantes
en las calles dispuestos a todo, a los que él supo contener y cuidar: fue solo
a Campo de Mayo a negociar. ¡Sí! a negociar, que no hay nada malo en ello
cuando lo que se juega es sencillamente todo. A mí me pareció entonces
significativo que en su discurso al pueblo se haya referido a los sediciosos
como “héroes de Malvinas”. Un Alfonsín en su máxima dimensión.
Lo vuelvo a ver un par de años después, entregando la banda presidencial
a Menem. Era tan grande que si algo siempre tuvo en claro era el poder
simbólico de ese gesto. Muchos años después otro traspaso de mando no pudo
hacerse con ese brillo republicano pues la grieta ya nos había ganado la
partida. Pero a Alfonsín no iba a ocurrirle, él sabía que una sola acción tenía
el poder de consolidar la democracia débil que aún teníamos. Difícil saber si
fueron días felices o tristes para él. Cumplía el objetivo de su vida, pero un
peronismo todavía demasiado salvaje quiso verlo irse escupiendo sangre. No
pudo, era demasiado grande Raúl. Negoció su salida anticipada, entregó los
atributos del mando y se fue a Chascomús. Tras un prudente y republicano
silencio volvió a los caminos, a recorrer la Argentina, a reagrupar a su
partido.
Y empezó a hablarnos de la democracia social que debíamos construir
porque estaba “renga”, había república pero faltaba igualdad. Hay que entender
el contexto: era la resistencia frente al neoliberalismo que ganaba adeptos en
la sociedad con el voto cuota y la convertibilidad.
También veo al Raúl Alfonsín del Pacto de Olivos. Yo milité en contra
del pacto. No supe entenderlo entonces. Tras las elecciones donde el partido
pagó el precio electoral quedando tercero estuve muy enojado con Raúl. Yo
–ahora me doy cuenta–miraba chiquito, él como siempre pensaba en grande: no
solo había evitado una paliza en un plebiscito para reformar la Constitución y
obtener la reelección que de todas maneras Menem iba a ganar, también evitó una
reforma que al calor neoconservador pudo ser trágica. Negoció el Núcleo de
Coincidencias Básicas incorporando muchas de las ideas que él mismo había
ayudado a desarrollar junto a los intelectuales del Consejo para la
Consolidación de la Democracia, durante su presidencia.
Su prédica se extendió, el modelo neoliberal comenzó a crujir y llegó la
hora de construir la alternativa. Vuelvo a verlo, generoso, ofreciendo la
candidatura a presidente a Fernando de la Rúa para garantizar equilibrios y
resultados. Era su turno para volver. Raúl mereció una segunda presidencia.
Error histórico de quienes tuvieron en sus manos el poder de impulsarlo.
Acompañó a ese gobierno hasta el final, digan lo que digan los que
gustan de teorías conspirativas. Alfonsín era un hombre de partido, leal hasta
los talones. En ese momento yo estaba en la conducción nacional de la Franja y
ya nos habíamos distanciado totalmente del gobierno nacional, cuya política
educativa tenía el signo del ajuste. Raúl, que era presidente del Comité
Nacional nos contenía, aunque estaba claro su disgusto con el presidente De la
Rúa. Recuerdo particularmente una reunión a la que asistí con Manuel Terradez,
que conducía la Federación Universitaria Argentina. Alfonsín nos amonestó
severamente por nuestra prédica antigobierno. Nos quedamos callados, quizás
un tanto dolidos. Sin embargo, era la máxima referencia de nuestro partido que
ponía la cara, nos retaba, pero al hacerlo nos contenía, pese a sus enormes
diferencias con el elenco gubernamental de entonces.
Lo veo en 2002 sufriendo un escrache a metros de su casa de siempre.
Gigante frente a tanto desatino, poniéndole el pecho a la ingratitud de su
pueblo como un padre a su hijo descarriado, consciente de la profundidad del
“que se vayan todos”.
Lo veo pensando junto a Eduardo Duhalde cómo salir del desastre y evitar
lo peor. De nuevo, generoso, con talante de estadista, conduciendo a su rebaño
y mirando hacia adelante. Le dejó a aquel gobierno “parlamentario” dos
ministros y algún secretario de Estado. Gobierno al que nunca le faltaron en el
Congreso los votos radicales para desandar el incendio en aquellos días
aciagos. Tengo la certeza de que la elección de Roberto Lavagna, funcionario
en su presidencia, como bombero principal de aquella crisis no fue ajena a su
imaginación y su talento.
Vuelvo a verlo a Raúl, el hombre que construía con símbolos, aceptando
un homenaje, ya enfermo y no sin dolor físico, en la Casa Rosada. Sus
anfitriones: el matrimonio presidencial Kirchner. Sospecho que a Raúl no se le
escapaba que podía estar siendo objeto de aprovechamiento político. Su figura
ya hacía tiempo que venía recuperando prestigio. Pero creyó necesario aceptar
ese convite. Hoy lo pienso y no puedo dejar de golpearme la cabeza con la mano:
Alfonsín ya estaba viendo la grieta como un mal que amenazaba la convivencia
democrática y fue allí con lo que le quedaban de fuerzas una vez más a
salvarnos. Enorme.
Pudo claro, dejarnos algo más. Una lección tremenda. A los que lo
homenajeaban en vida, justo a él que detestaba homenajes, les dijo en la cara y
de paso nos hablaba a varias generaciones de argentinos: “Sigan ideas, no sigan
hombres”. No sé si sus anfitriones lo comprendieron. Raúl Alfonsín, el símbolo.
(*) El autor es
presidente del Instituto Moisés Lebensohn de la Unión Cívica Radical. Fue
legislador porteño.
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