Por Javier Marías |
Cada época sufre sus modas y sus plagas, y lo penoso es que éstas son abrazadas
acríticamente o con papanatismo por millares de personas, que las repiten
machaconamente como papagayos, hasta la náusea. Esos individuos creen a menudo
estar diciendo algo original, cuando lo que dicen es un tópico. O creen ser
“modernos”, o estarles haciendo un guiño a sus correligionarios, por el mero
uso de ciertos términos. Recuerdo que hace unos años todo era “coral” y
“mestizo”; hoy es todo “transversal”, convertido en uno de esos vocablos que,
cuando me los encuentro en un texto —o los oigo en una televisión o una radio—,
me instan a abandonar de inmediato la lectura —o a cambiar de cadena—, sabedor
de que quien escribe o habla está abonado a los lugares comunes y no piensa por
sí mismo.
Antes de que empiecen a indignarse quienes los emplean, conviene
aclarar que yo sí hablo solamente por mí mismo. Que me irriten términos o
expresiones no supone nada, ninguna condena. Es sólo que a mí me sacan de
quicio y que no los soporto, lo mismo que a una pazguata de antaño la hería
leer “coño” o “cojones”, o que a un recio varón le producían arcadas los
“nenúfares” y “azahares” de un poema. Debo decir con lástima que el actual
feminismo feroce ha plagiado o acuñado unos cuantos palabros que me atraviesan
los ojos y oídos. En cuanto me aparecen el espantoso “empoderar” y sus
derivados (“empoderamiento”, “empoderador”), interrumpo al instante el artículo
o el libro, por mucho que la Real Academia Española los haya admitido en
el Diccionario (nada me puede traer más sin cuidado,
en este periodo asustadizo de esa institución a la que pertenezco…, creo). Lo
mismo me ocurre con “heteropatriarcal” y no digamos con “heteropatriarcalizar”,
que, aparte de larguísimos y sobados, me parecen injustos e inexactos, como si
los hombres homosexuales no hubieran estado a menudo casados y no hubieran
participado del “patriarcado”. En cuanto a “sororidad”, tentado estoy de
hacerme cruces (o el harakiri) cada vez que cae ante mi vista, porque me
resulta inevitablemente monjil y con olor a naftalina. Tampoco se les da bien
la recreación castiza a estos feministas feroci: me provocan urticaria
“cipotudo”, “machirulo” y la más reciente “machuno”, con reminiscencias de
“chotuno”. El desdichado sufijo en “-uno” no es demasiado frecuente en nuestra
lengua, seguramente por feo y zafio, lo que invita a recurrir a él en este
siglo XXI. Cada vez que leo “viejuno” (en vez de “vetusto”, por ejemplo), ya sé
que quien me lo suelta es mimético y habla por boca de ganso.
Otro tanto me
sucede con quienes empalman sin cesar verbos cursis calcados del inglés más
estúpido, como “empatizar”, “socializar”, “interactuar” y similares. Estoy
seguro de que un escritor no vale la pena —y de que además es un pardillo
deslumbrado— si recurre a la expresión inglesa “ponerse en sus zapatos”, que es
como se dice en esa lengua lo que aquí siempre se ha dicho “en su lugar”, “en
su piel” y aun “en su pellejo”. Sé que el escritor en cuestión se ha nutrido de
traducciones malas o que ha leído directamente en inglés sin conocer su propio
idioma. Una de las razones por las que la mayoría de los novelistas
estadounidenses de las últimas generaciones me parecen pomposos y bobos —una,
hay varias— es por su irrefrenable tendencia a hacer algo que ya he percibido
en los copiones españoles, a saber: juntar un adverbio “original” con un
adjetivo. Hace ya años que los autores baratos adoptaron, por ejemplo,
“asquerosamente rico” y “ridículamente feliz”, hoy en día insoportables
vulgaridades. Pero ahora empiezan a abundar los “extravagantemente enérgico”,
“impetuosamente simpático”, “hirientemente eficaz”, “inquietantemente bueno” o
“minuciosamente inútil”. Se nota tanto (en los españoles como en los
americanos) que el escritor en cuestión se ha pasado largo rato pensándose la
combinación, y creyendo hacer literatura con ella, que se me hace aconsejable
arrojar en el acto el volumen por la ventana. Sé que se trata de un farsante.
La fórmula “esto no
va de mujeres, va de libertades” y parecidas me producen un sarpullido más
grave que la idiotizada expresión “sí o sí”, omnipresente. Últimamente hay
periodistas que han descubierto el verbo “ameritar”, normal en Latinoamérica, y
están desterrando nuestro “merecer” a marchas forzadas. En cuanto al horroroso
y mal formado “ojiplático”, que ya ha pedido su ingreso en el Diccionario, qué
quieren. Pretender que a partir de “se me quedaron los ojos como platos” se
cree ese engendro, es como aspirar a que también se incluyan “carnigallináceo”,
“pelipúntico” y “peliescárpico” para designar cómo nos quedamos cuando nos
emocionamos o nos llevamos un susto. Hay más, pero por hoy ya es bastante.
© El País Semanal
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