Por Javier Marías |
Se empezó por
mentir en cosas menores, como los rótulos de los cuadros expuestos en los
museos: se censuraron, se adulteraron para que nadie se sintiera ofendido (y es
imposible que hoy no haya alguien que se sienta ofendido por cualquier cosa), o
incluso para negar lo que las imágenes mostraban, por ejemplo “Sátiros
retozando con ninfas”, que ya no recuerdo si se cambió por “Encuentro
campestre” o por “Acoso a menores”. Después se pasó a tergiversar el pasado, o,
lo que es peor, a juzgarlo con ojos contemporáneos imbuidos de rectitud y de
supuesta superioridad, es decir, se llegó a la rápida conclusión de que todos
nuestros antepasados habían sido gente errada, injusta, salvaje, colonialista,
racista y machista. Se decidió que la historia entera del mundo había sido sólo
una sucesión de horrores, de la que nada más se salvaban —contradictoriamente—
las incontables víctimas. Se produjo entonces una loca carrera para adquirir la
condición de víctima, por raza, nacionalidad, religión, sexo o clase. Hoy no
hay nadie que no ansíe serlo, la palabra se ha revestido de un insólito
prestigio. La carrera y el afán son tan locos que hasta Trump y sus partidarios
se presentan así, como víctimas perseguidas, lo mismo que Le Pen, Salvini,
Orbán, Bolsonaro, Torra y demás ultraderechistas planetarios. La conclusión que
parece haberse alcanzado es que nadie puede ganar elecciones y tener éxito si
no presume de haber sido agraviado y maltratado. Ellos o sus ancestros, tanto
da, hablé hace poco del triunfo de la idea del pecado original, sólo que ahora
no nos sacudimos nunca sus sucedáneos, cargamos con ellos desde la cuna hasta
la tumba.
Si yo fuera historiador viviría desesperado, porque la labor
de éstos jamás había caído tanto en saco roto. El historiador investiga y se
documenta, dedica años al estudio, cuenta honradamente lo que averigua (bueno,
los que son honrados, porque también proliferan los deshonestos a sueldo de políticos
sin escrúpulos, los que mienten a conciencia), matiza y sitúa los hechos en su
contexto. Nada de esto sirve para la mayoría. Tienen mucha más difusión y
eficacia unos cuantos tuits falaces y simplistas, y lo más grave es que casi
todo el mundo se achanta ante los aluviones de falsedades. Hace poco un
deportista estadounidense se plegó a disculparse por haber citado en las redes
una frase inocua de Churchill: “En la victoria, magnanimidad”. El problema no
era la cita, sino su procedencia: ¿cómo se le ocurre suscribir nada de ese
racista imperialista? Más o menos como si hubiera citado a Hitler, del cual
estamos libres sobre todo gracias a Churchill. También se ha salido con la suya
un concejal o similar de Los Ángeles, de apellido inequívocamente irlandés
(luego europeo), O’Farrell. El tal O’Farrell, sin embargo, aduce tener sangre
iroquesa o wyandot y ha retirado una estatua de Colón entre aplausos, tras
decretar que el Almirante fue un genocida, que debió quedarse en casa sin
surcar el océano, porque con su estúpido viaje inició un monstruoso daño a las
tribus y culturas indígenas de lo que luego se llamó América. No cabe duda de
que para los indígenas del siglo XV la aparición de los europeos fue un
desastre y el término de su modo de vida, que tampoco era ejemplar ni
compasivo. Pero no tiene sentido que hoy se identifiquen con ellos individuos
que se llaman O’Farrell, Jensen, Schulz, Smith, Grabowski, Esterhazy, Qualen,
Occhipinti, Beauregard, Tamiroff o Morales, y que están en su país gracias a
Colón precisamente. Pocos quedan que se apelliden Hawkeye (Ojo de Halcón) o
cosas por el estilo.
Demasiada gente ha decidido abrazar el cuento que le gusta,
como los niños, independientemente de que sea o no verdadero. El historiador
actual se desgañita: “Pero oigan, que esto no fue así, que esta versión es
falsa, que nada hay que la sostenga”. Y la respuesta es cada vez más: “Eso nos
trae sin cuidado. Nos conviene este relato, nos complace esta ficción, y es la
que mejor se adecúa a nuestros propósitos. Es el espejo en que nos vemos más
favorecidos, a saber, como víctimas y ofendidos, como sojuzgados y humillados,
como mártires y esclavos. Sin esos agravios a los nuestros, no vamos a ninguna
parte ni podemos vengarnos. Y de eso se trata, de vengarnos”. Otro día hablaré
tal vez del fomento del resentimiento. Pero lo cierto es que, como he dicho,
hasta Trump y sus votantes aspiran hoy a eso, a resarcirse y vengarse, a
recuperar el país que según ellos se les ha arrebatado. Cuando los opresores
palmarios se reclaman también oprimidos, y con ellos el planeta entero, algo
está funcionando muy mal en las cabezas pensantes. Quizá es que grandes
porciones de la humanidad ya no alcanzan el uso de razón, como se llamaba
antes, que nos sobrevenía más o menos a los siete años.
© El País Semanal
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