Por Carmen Posadas |
«¿A qué viene
eso?», inquirió el segundo, sin levantar la vista de sus WhatsApps. «A que he
visto en la tele que quieren meternos Filosofía en el nuevo plan de estudios.
Como si no tuviéramos ya suficientes asignaturas inútiles, ahora nos quieren
colar este ñoco que, según mi viejo –porque se lo pregunté a mi viejo para
estar seguro de por dónde iban los tiros–, enseña a pensar, no te jode». «¿Nos
toman por gilipollas o qué?», intervino el ‘whatsappista’ frenético, y los dos
volvieron a las pantallas de sus móviles a comentar con los colegas la última
cretinada de los mayores.
Debieron de tomarme por una vieja zumbada, porque
me quedé mirándolos un buen rato. El suficiente para preguntarme si había oído
bien, si de verdad empieza a haber nuevas generaciones que no solo no saben
quiénes son Kant o Nietzsche, sino que consideran que pensar es una capacidad
humana automática como sentir frío, calor, hambre o sueño. En otras palabras,
algo que no requiere aprendizaje y menos aún dedicarle toda una asignatura
cuando ese tiempo bien podría utilizarse en reforzar disciplinas más útiles
como cualquiera relacionada con las Ciencias. Más útiles y con infinitamente
más salidas profesionales porque, ahora más que nunca, uno puede ganar un
pastón optando, por ejemplo, por cualquiera de las muchas profesiones TIC (las
vinculadas con las tecnologías de la información y la comunicación), un sector
en el que el setenta por ciento de las ofertas de trabajo que se ofrecen son
contratos indefinidos. Un sector también que en España ya supera los noventa
mil millones de euros y que crece al diez por ciento anual. Con estas
perspectivas, ¿para qué quiere uno aprender Filosofía? ¿A quién le importa la
crítica de la razón pura, el eterno retorno o el hecho obvio y, por tanto,
imbécil de que ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río? Dicho
así, está claro que tienen razón mis dos adolescentes. Pero no estaría de más
que alguien les explicara, por ejemplo, que, según la Unesco, la filosofía «es
una escuela de libertad que contribuye a la maduración intelectual porque
enseña a discernir y da instrumentos para responder a los grandes retos que plantea
la vida. En suma, es un escudo contra los intentos de manipulación colectivos,
así como una vacuna contra todo tipo de dogmatismos».
Me da la impresión de que alguna de estas campanas
han debido de oír nuestros responsables políticos, porque hace un par de
semanas –y contra todo pronóstico, dadas sus infinitas refriegas– se han puesto
de acuerdo en el Congreso para que la Filosofía recupere su antiguo
protagonismo en la educación. En una votación unánime han respaldado en las
Cortes una proposición no de ley para que, a partir de ahora, se vuelva a
estudiar en los últimos tres cursos de secundaria. Asombroso, realmente, si
tenemos en cuenta que cada gobierno que ha habido desde el comienzo de la
democracia lo primero que ha hecho es derogar la ley educativa de su predecesor
y pasar la suya. Otro rasgo común es que dichas leyes jamás han intentado
consensuarse con el resto de las fuerzas políticas y mucho menos permitir que
las elaboraran expertos del sector, sino que se hicieron a imagen y semejanza
del partido en el poder, arrimando el ascua a su particular sardina. Por
eso no deja de ser sorprendente que en medio del fragor –o mejor dicho
furor– político que nos infesta, sus señorías hayan tenido a bien consensuar
que se vuelva a los estudios de Filosofía. ¿Será, oh, milagro, que Diógenes
con su candil y Goethe con su ¡luz, más luz! los han iluminado? Me da a mí que
sí. Al fin y al cabo, para eso ha servido siempre la Filosofía, para hacer de
faro, de luminaria a la hora de desbrozar caminos, incluso los más encizañados.
© XLSemanal
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