Por Carlos Ares (*) |
“El sueño de la razón produce monstruos”. Recordé la frase,
escrita en un aguafuerte de la serie Caprichos del pintor español Francisco de
Goya. Se ve a un hombre dormido encima de una mesa, rodeado de aves y animales
nocturnos al acecho. Había escuchado en esos dos días mi propia voz tratando de
decir algo que me ayudara a entender. Hablamos con los que debían dar
explicaciones. Dirigentes, organizadores, encargados de los operativos
policiales y demás. Todos se desligaban de su propia responsabilidad y acusaban
a algún otro, “unos pocos inadaptados”.
De creer en ese relato, el padre ya podía contarle el cuento
a su hijo. No hay tales monstruos, hijo. Te dejo la luz encendida para que
puedas ver que Angelici, D’Onofrio, Chiqui Tapia, Moyano y los demás son en
realidad ángeles protectores. No hay mafias, matones ni barras. No conocen a
Rafael Di Zeo, Mauro Martín ni a Caverna Godoy.
No hay mano de obra de la política, no hay “peaje”, no hay reventa, no
hay soborno a los controles, no hay complicidad con la policía y los
dirigentes, no hay tráfico de drogas, no hay “borrachos del tablón”, no existe
“la doce”, no hay trapitos, no hay aprietes, ni extorsión, esto nunca pasó, ni
pasa. Ya lo dijo el señor Tapia en el video de la AFA, “no trates de entender,
disfrutá”.
Los testimonios de algunos fanáticos, de River y de Boca me
llevaron también al grabado de Goya. Decían esos hinchas que preferían haber
perdido en la semifinal antes que disputar los partidos decisivos de la copa
contra el clásico rival. Las entrevistas revelaron un sentimiento compartido:
no podían concebir, ni siquiera imaginar, la escena tan temida de la derrota.
Cuando comenzó la disputa del torneo, antes de superar las fases previas,
hubieran exagerado cualquier promesa a cambio de que les aseguraran estar ahí.
Y ahí estaban ahora, tratando de huir de lo que sus equipos habían conseguido.
Representaban el colmo de un absurdo: el de resignar la
posibilidad de subirse nuevamente a la montaña rusa de emociones de la que
disfrutan con el corazón en la mano antes de correr el riesgo de perderlo en un
vuelco inesperado del destino. Era de ver a esos apasionados, desmesurados,
desesperados amantes dispuestos a jurar que ya no volverían a “enfermarse”, a
enamorarse para no tener que sufrir tanto. Como si algún pastor de una secta
apocalíptica los hubiera convencido de que vivir no tiene sentido porque al fin
todos nos vamos a morir.
Los colores del club que llevamos puestos como una segunda
piel, porque “mi viejo”, “mi abuelo”, “mi tío”, los amigos con los que íbamos a
la cancha o un vecino que nos llevaba, por tantas razones vinculadas al
territorio libre de la infancia son, a pesar de todo, la única identidad que
permanece. Nadie se decepciona a sí mismo por el sentimiento que lo mueve. Al
comienzo de cada torneo le ponemos el cuerpo a la camiseta, la llenamos con los
deseos y las ilusiones renovadas. El tiempo se suspende por un par de horas
para permitirnos volver a ser el que alguna vez fuimos, un pibe que salta,
pide, reclama, ruega, alienta, ríe, sufre, lagrimea.
Me dio la impresión de que el chico había crecido demasiado
en unos minutos. Lo vi ya grande, de la mano con su propio hijo, recordando
cuando acompañó a su padre en las tribunas solitarias del estadio aquel día del
River y Boca que no se jugó. Estaban ahí otra vez, los dos solos, bien
despiertos, con la camiseta puesta, espantando a puro grito y canción a todos
los monstruos que les arrebatan el fútbol agitando el fantasma de la derrota y
de la muerte, que nunca ganó nada en campeonatos largos.
(*) Periodista
© Perfil.com
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