Por Arturo Pérez-Reverte |
Había sido una triste Nochebuena, con tiroteos y
demasiados muertos en las calles heladas de Bucarest. No éramos muchos los
reporteros que cubríamos aquello, y el trabajo era difícil y peligroso. Los
miembros de la tribu de enviados especiales –casi todos nos conocíamos de otras
guerras– habíamos establecido el cuartel general en el hotel Intercontinental,
donde los servicios eran pocos y las provisiones escaseaban; pero había
teléfonos que funcionaban y agua caliente. Eran días tristes y duros, como
digo, y las fechas no mejoraban los ánimos. Además, los francotiradores nos
habían matado a dos compañeros: Jean Pierre Calderón –viejo amigo del Líbano– y
a otro cuyo nombre no recuerdo.
De mutuo acuerdo, decidimos no pasar el último día
del año como habíamos pasado la Navidad, tumbados cada uno mirando el techo de
su habitación: Julio Alonso, Alfonso Rojo, Ulf Davidson, Josemi el Chunguito,
Hermann Tertsch, los hermanos Dalton y algún otro. Las reporteras españolas
eran Berna, Carmen Postigo y Carmen Romero, y las tres acogieron la idea con
entusiasmo. Había que levantar la moral, así que nos pusimos a organizar una
fiesta. El problema era que éramos demasiados nosotros y pocas nosotras. No
había paridad, como se dice ahora; y puestos a no haber, tampoco había comida
adecuada, tabaco ni alcohol. Por suerte yo tenía fichado como chófer e
intérprete a Nilo, un ex proxeneta rumano que era un auténtico canalla, pero
utilísimo en tales circunstancias, pues lo mismo conseguía gasolina que
sobornaba a un policía o robaba un coche para TVE.
El caso es que le planteé la cosa a Nilo, abaniqué
su cara de cemento con unos dólares extra y me dijo no hay problema, jefe. Yo
me encargo. Al día siguiente teníamos en mi habitación botellas de whisky y de
ginebra, cartones de tabaco y latas de conserva. Quedaba pendiente el asunto
femenino, el de la paridad, y para resolverlo, guiado por Nilo, visité los
mejores burdeles de la ciudad entrevistando a dieciocho candidatas de las que,
al fin, elegí a ocho. No se trata de acostarse con los compañeros o las
compañeras, advertí, sino de cenar, bailar y pasarlo bien. Que quede claro que
acudís como chicas libres. Para ellas no era ninguna tontería, pues todas
habían trabajado de chivatas para la Securitate, estaban asustadas y no se
atrevían a salir. Que las devolviéramos a la vida social en el mejor hotel las
rehabilitaba y ponía de nuevo en circulación profesional. Y además, cobraban.
Alquilamos entre todos una suite del hotel y fue un
éxito: una fiesta estupenda. Y como ya he dicho que hace veintiún años la conté
aquí mismo, me parece tonto hacerlo hoy de otra manera. Así que me limitaré a
recordar lo que escribí entonces:
Música, baile, humo de cigarrillos, conversación.
Las reporteras hembras mostraron una generosidad y un tacto admirables, y los
varones, hasta quienes estaban más mamados, no perdimos los papeles. Una enorme
china de chocolate hizo su aparición y fue debidamente honrada. A las doce en
punto, desde la terraza, los más eufóricos le tiraron bolas de nieve al de la
CNN que estaba en la calle, emitiendo en directo. Luego los novios de las
chicas vinieron a buscarlas y los invitamos a unas copas, y al final se sumaron
también los camareros en mangas de camisa, y la gente se iba quedando cocida o dormida
en los sofás y los sillones, y algunos cantaban en grupos, y otros salían a la
terraza cubierta de nieve a ver amanecer. Y todavía subieron los soldados que
estaban de centinela en las barricadas cercanas al hotel. Y hubo un momento en
que todos, soldados, macarras, camareros, putas y periodistas, estábamos
cocidos pero muy tranquilos y muy a gusto, y nos pasábamos los brazos por los
hombros, y cantábamos en varias lenguas distintas canciones melancólicas y
canciones de amor. Y los macarras, agradecidos, nos ofrecían irnos a la cama
con sus chicas, pero nadie aceptaba la oferta porque era otro plan. Les dábamos
un abrazo a ellos y besábamos a las chicas y decíamos que, no, gracias, que no
era necesario, que así estábamos bien. Y ellos sonreían un poco, entre
desconcertados y amistosos. Y nos daban fuego al cigarrillo.
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