Por Loris Zanatta (*)
Sobre el G-20 de Buenos Aires, se ha dicho lo esencial: que
la forma, en esas cumbres, también es sustancia, y la Argentina ha ganado en
prestigio e imagen; que salió mejor de lo esperado, en el ambiente de guerras
comerciales y crisis del orden internacional; que si la apertura al mundo del
gobierno del presidente Mauricio Macri no ha producido hasta ahora los
resultados deseados no es porque sea errónea en sí misma, sino porque coincide
con una ola de proteccionismo; que, finalmente, las sonrisas, el aliento y los
apretones de manos no sirven si la casa no está en orden, si persisten la alta
inflación, la inseguridad jurídica, la infraestructura inadecuada, la pesada
burocracia.
Todo bien, todo cierto. Desde la distancia, agregaría algo
más: que algunos esperan a corto plazo resultados que la política exterior solo
da con el tiempo; que muchos olvidan que es normal que otros recojan lo que uno
ha sembrado: buenas cosechas cuando sembró bien, tormenta cuando sembró viento;
que muchísimos fingen no saber que para alcanzar resultados se requieren bienes
impalpables, pero preciosos que la Argentina malgastó, como si no tuvieran
valor: estabilidad, previsibilidad, fiabilidad, confianza. Especialmente
confianza. La verdad duele, pero será mejor enfrentarla. A menos que, en lugar
de solucionar problemas, se prefiera el consabido victimismo nacionalista: el
mundo la tiene tomada con nosotros, los poderosos nos explotan, la culpa es del
fondo monetario, del imperialismo, de la envidia, del clima. Muchas culpas,
ninguna responsabilidad.
La confianza se construye con el tiempo, pero se destruye en
un momento. Y la Argentina, mejor no olvidarlo, la ha destruido innumerables
veces. Al haber investigado en los archivos diplomáticos de muchos países, sé
de qué estoy hablando: los gobiernos se sucedían en el Planalto, pero en
Itamaraty no cambiaba todo de la noche a la mañana; ni los hombres ni la
política. Lo mismo en Santiago de Chile y Montevideo, incluso en Lima. En
Buenos Aires, en cambio, sí: el torbellino de funcionarios fue la norma y cada
nuevo gobierno llevaba a cabo una nueva política: panlatina o panamericana,
autárquica o liberista, arrogante o humilde. Los demás países miraban aturdidos
y sacudían la cabeza perplejos.
No son cosas del pasado lejano. En Chile o en Brasil, la
continuidad prevalece sobre la ruptura, el interés común sobre la renta a corto
plazo, las consideraciones prácticas sobre la demagogia, la geopolítica sobre
la ideología. Pero en la política exterior de la Argentina no es así. La
política kirchnerista parecía diseñada para otro país, que vivía en un mundo
ajeno a las políticas anteriores o a la actual. Es razonable que el mundo real
desconfíe, que se pregunte: ¿qué pasará en el futuro?
Para recuperar la credibilidad y la confianza, no serán
suficientes un G-20 ni un mandato presidencial: lo que servirá es un cambio
profundo, un pacto político duradero; un pacto que exprese un consenso mínimo
entre los actores políticos y las instituciones nacionales sobre los intereses
permanentes del país. ¿En nombre de qué? De los hijos y nietos de los
argentinos de hoy, a los que no tiene sentido transmitirles la carga del
pasado, ponerlos frente a la encrucijada entre clausura y apertura,
nacionalismo e imperialismo, patria o cipayos: son cosas vetustas, muertas y
enterradas, buenas para sembrar odio, inútiles para gobernar un país en el
mundo globalizado de hoy.
El pacto podría basarse en principios básicos: adhesión al
multilateralismo, inserción en el mundo, seguridad jurídica de las inversiones,
respeto de los tratados, disciplina fiscal antidefault. Sentido común. Dentro
de estos parámetros, cada gobierno cultivaría sus prioridades. Son principios
comunes a cualquiera que no piense en el mundo como le gustaría que fuera, sino
como es: China y Estados Unidos, la Unión Europea y Vietnam, Chile y México:
López Obrador no parece tener la intención de lanzar inútiles cruzadas, de
cuestionar la adhesión de su país a la Alianza del Pacífico o a la nueva
versión del Nafta.
La globalización podría ser mejor, pero es suficiente mirar
alrededor sin anteojeras ideológicas para sacar algunas conclusiones: los que
se han abierto al mundo han logrado resultados mucho mejores que los que
persistieron en combatirla cerrándose. Un país como la Argentina, que tan a
menudo se ha opuesto al sistema internacional agitando las banderas de la
soberanía nacional, hoy en día es mucho menos soberano y respetado que cuando
estaba insertado por completo en él. Hace sesenta años, Cuba estaba en mejores
condiciones que Chile: desde entonces ha elevado el nacionalismo a dogma y hoy
es más dependiente que nunca del exterior; del turismo, de las remesas de los
exiliados, del petróleo venezolano. En cambio, Chile está entre los países más
abiertos del mundo y tiene gran prestigio: su soberanía es más firme que la
cubana, no vive pendiente de la generosidad o comprensión de los demás.
El G-20 fue un buen paso en la dirección correcta; las
protestas, infantiles expresiones de solipsismo. El problema, sin embargo, es
que la política exterior argentina ha sido siempre un campo de batalla
ideológico, ha viajado en la montaña rusa del choque entre dos visiones
antagónicas del mundo y del país, como si un Estado no tuviera objetivos
permanentes y convenientes para todos, para quienes gobiernan hoy y para
quienes gobernarán mañana. Convendría a todos dejar de proyectar sueños y
consignas en el escenario internacional, de jugar con el fuego de la
credibilidad del país. Lo que hay en el mundo es una densa e irreversible
interdependencia entre todos. De no aceptarlo, de quedar viva la fantasía de un
destino manifiesto argentino siempre a punto de renovarse, de un
excepcionalismo frustrado a punto de rescatarse, el éxito del G-20 será la
clásica golondrina que no hace verano y la próxima cumbre anunciada en la
Argentina se celebrará en el estadio Bernabéu.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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