Por Javier Marías |
Muy de primera, porque uno de mis abuelos y uno de mis tíos se
pasaron la contienda escondidos, en embajadas o no se sabe dónde. A otro tío lo
mataron, como he evocado aquí alguna vez, tras llevarlo a la cheka de Fomento
con una compañera, los dos tenían dieciocho años. A mi padre, también es
sabido, lo detuvo la policía franquista nada más consumarse la derrota de la
República, pasó meses en la cárcel y luego fue represaliado hasta mediados de
los años cincuenta para unas cosas, para otras hasta el final. La casa de su
progenitor, mi otro abuelo, quedó medio destrozada por un obús. La de mi madre,
llena de niños, tenía que ser evacuada cada poco, por los bombardeos “nacionales”.
Mis padres tenían unos veintidós años en 1936, así que vieron y oyeron mucho,
ya adultos y enterándose bien. Les oí contar atrocidades cometidas por ambos
bandos, aunque, al vivir en Madrid, fueron más testigos de las de los
milicianos republicanos.
Aparte de las
cuestiones políticas, lo que resulta evidente es que la Guerra, por así decir,
“dio permiso” a la gente para liberar sus resentimientos y dar rienda suelta a
sus odios. No sólo a los de clase, también a los personales. Si bien se mira —o
si uno no se engaña—, todo el mundo puede estar resentido por algo, incluso los
más privilegiados. Éstos basta con que consideren que se les ha faltado al
respeto o no se les ha hecho suficiente justicia en algún aspecto. Las razones
de los desfavorecidos pueden ser infinitas, claro está. “Aquel amigo de la
infancia de quien se guardaba un buen recuerdo”, explicaba Brum, “escribe en
Facebook que ha llegado el momento de confesar cuánto te odiaba en secreto y
que te exterminará junto a tu familia de ‘comunistas’. Aquel conocido que
siempre has creído que se merecía más éxito y reconocimiento de los que tiene,
ahora desparrama la barriga en el sofá y vocifera su odio contra casi todos.
Otro, que siempre se ha sentido ofendido por la inteligencia ajena, se siente
autorizado a exhibir su ignorancia como si fuera una cualidad”. Y, en efecto,
por lo general ignoramos qué se oculta en el corazón de cada conocido o vecino,
amigo o familiar. Alguien se puede pasar media vida sonriéndote y mostrándose
cordial, y detestarte sin disimulo en cuanto se le brinda la oportunidad o,
como he dicho, se le da “licencia”. Al parecer es lo que ha conseguido, en
primera instancia, la victoria de Bolsonaro. Vuelvo al texto de Brum: “A las
mujeres que visten de rojo, color asociado al partido de Lula, las insultan los
conductores al pasar, a los gays los amenazan con darles una paliza, a los
negros les avisan de que tienen que volver al barracón, a las madres que dan el
pecho las inducen a esconderlo en nombre de la ‘decencia”. Eso en un país que
todos creíamos abierto y liberal, casi hedonista, poco o nada racista,
tolerante y permisivo.
La lucha por el
poder es legítima, tanto como la aspiración a mejorar y progresar, a acabar con
las desigualdades feroces y no digamos con la pobreza extrema. Pero se están
abriendo paso, en demasiados lugares, políticos que más bien buscan fomentar el
resentimiento de cualquier capa de la población. Trump, un oligarca al servicio
de sus pares, ha convencido a un amplio sector de personas bastante afortunadas
de que los desfavorecidos se están aprovechando de ellas, y les ha inoculado la
fobia a los desheredados. Lo mismo hacen Le Pen en Francia y Salvini en Italia
(el desprecio por los meridionales es el germen de su partido, Lega Nord).
Torra y los suyos abominan de los “españoles” y catalanes impuros, según consta
en sus escritos. Otro tanto la CUP. Podemos ha basado su éxito inicial en sus
diatribas contra algo tan vago y etéreo como la “casta”, en la cual es
susceptible de caer cualquiera que le caiga mal: por clase social, por edad, y
desde luego por ser crítico o desenmascarar a ese partido como no de izquierda,
sino próximo al de su venerado Perón (dictador cobijado por Franco) y a los de
Le Pen y Salvini, elogiado este último por el gran mentor Anguita. El mundo
está recorrido por políticos que quieren fomentar y dar rienda suelta al
resentimiento subjetivo y personal, el cual anida en todo individuo con motivo
o sin él, hasta en los multimillonarios y en las huestes aznaritas de Casado,
dedicado a la misma labor pirómana. Las personas civilizadas aprenden a
mantenerlo a raya, a relativizarlo, a no cederle el protagonismo, a guardarlo
en un rincón. A lo que esos políticos aspiran —y a Bolsonaro le ha servido— es
a que el resentimiento se adueñe del escenario y lo invada todo, a darle vía
libre y a que cada cual le ajuste cuentas a su vecino. Son políticos
incendiarios y fratricidas. A menos que sean también como ellos, no se dejen
embaucar ni arrastrar.
© El País Semanal
0 comments :
Publicar un comentario