Por Javier Marías |
Sin llegar, espero, a estas tragedias, el alabado movimiento
MeToo y sus imitaciones planetarias están cosechando algunos efectos
contraproducentes, al cabo de tan sólo un año de prisas y gran alegría. Había
una base justa en la denuncia de prácticas aprovechadas, chantajistas y
abusivas por parte de numerosos varones, no sólo en Hollywood sino en todos los
ámbitos. Ponerles freno era obligado. Las cosas, sin embargo, se han exagerado
tanto que empiezan a producirse, por su culpa, situaciones nefastas para las
propias mujeres a las que se pretendía defender y proteger. El feminismo
clásico (el de las llamadas “tres primeras olas”) buscaba sobre todo la
equiparación de la mujer con el hombre en todos los aspectos de la vida. Que
aquélla gozara de las mismas oportunidades, que percibiera igual salario, que
no fuera mirada por encima del hombro ni con paternalismo, que no se
considerara un agravio estar a sus órdenes. Que el sexo de las personas, en
suma, fuera algo indiferente, y que no supusieran “noticia” los logros o los
cargos alcanzados por una mujer; que se vieran tan naturales como los de los
varones.
Leo que según informes de Bloomberg, de la Fawcett Society y
del PEW Research Center, dedicado a estudiar problemas, actitudes y tendencias
en los Estados Unidos y en el mundo, se ha establecido en Wall Street una regla
tácita que consiste en “evitar a las mujeres a toda costa”. Lo cual se traduce
en posturas tan disparatadas como no ir a almorzar (a cenar aún menos) con
compañeras; no sentarse a su lado en el avión en un viaje de trabajo; si se ha
de pernoctar, procurar alojarse en un piso del hotel distinto; evitar reuniones
a solas con una colega. Y, lo más grave y pernicioso, pensárselo dos o tres
veces antes de contratar a una mujer, y evaluar los riesgos implícitos en
decisión semejante. El motivo es el temor a poder ser denunciados por ellas; a
ser considerados culpables tan sólo por eso, o como mínimo “manchados”, bajo
sospecha permanente, o despedidos por las buenas. La idea de que las mujeres no
mienten, y han de ser creídas en todo caso (como hace poco sostuvo entre
nosotros la autoritaria y simplona Vicepresidenta Calvo), se ha extendido lo
bastante como para que muchos varones prefieran no correr el más mínimo riesgo.
La absurda solución: no tratar con mujeres en absoluto, por si acaso. Ni
contratarlas. Ni convertirse en “mentores” suyos cuando son principiantes en un
territorio tan difícil y competitivo como Wall Street. En las Universidades
ocurre otro tanto: si hace ya treinta años un profesor reunido con una alumna
dejaba siempre abierta la puerta del despacho, ahora hace lo mismo si quien lo
visita es una colega. Los hay que rechazan dirigirles tesis a estudiantes
femeninas, por si las moscas. En los Estados Unidos ya hay colleges que imitan
al islamismo: está prohibido todo contacto físico, incluido estrecharse la
mano. Como en Arabia Saudita y en el Daesh siniestro, sólo que allí, que yo
sepa, ese contacto está sólo vedado entre personas de distinto sexo, no entre
todo bicho viviente.
Parece una reacción exagerada, pero hasta cierto punto
comprensible si, como señaló la americana Roiphe en un artículo de hace meses,
se denuncia como agresión o acoso pedirle el teléfono a una mujer, sentarse un
poco cerca de ella durante un trayecto en taxi, invitarla a almorzar, o apoyar
un dedo o dos en su cintura mientras se les hace una foto a ambos. No es del
todo raro que, ante tales naderías elevadas a la condición de “hostigamiento
sexual” o “conducta impropia” o “machista”, haya individuos decididos a
abstenerse de todo trato con el sexo opuesto, ya que uno nunca sabe si está en
compañía de alguien razonable, o quisquilloso y con susceptibilidad extrema. El
resultado de esta tendencia varonil, como señalaban los mencionados informes,
es probablemente el más indeseado por las verdaderas feministas, y llevaría
aparejado un nuevo tipo de discriminación sexual. Se dejaría de trabajar con
mujeres, de asesorarlas y aun de contratarlas no por juzgarlas inferiores ni
menos capacitadas, sino potencialmente problemáticas y dañinas para las propias
carrera y empleo. Si continuara y se extendiera esta percepción, acabaríamos
teniendo dos esferas paralelas que nunca se cruzarían, y, como he dicho antes,
el islamismo nos habría contagiado y habría triunfado sin necesidad de más atentados:
tan sólo imbuyéndonos la malsana creencia de que los hombres y las mujeres
deben estar separados y, sobre todo, jamás rozarse. Ni siquiera codo con codo
al atravesar una calle ni al ir sentados en un tren durante largas horas.
© El País Semanal
0 comments :
Publicar un comentario