Por Norma Morandini (*) |
Una
amplia mayoría le dijo no a la iniciativa de autodeterminación de los grupos de
la ultraderecha para imponer la Constitución suiza sobre el derecho
internacional y rechazar las sentencias del tribunal europeo de los derechos
humanos contrarias a las expulsiones de Suiza de inmigrantes convictos.
Una votación que al reafirmar la confianza en la democracia
y los derechos humanos que la sustentan no debería tomarse a la ligera en
momentos en los que por doquier se nos amenaza con la crisis de la democracia y
el retorno de los "ismos", sean referencias al nazismo o al
populismo, ambos contrarios al sistema democrático, que buscan envenenar la
convivencia con miedo, ese primo hermano del odio. Exactamente lo opuesto al
lenguaje de fraternidad y solidaridad internacional de los derechos humanos,
nacidos de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial por la sensatez de una
dirigencia mundial horrorizada por las atrocidades del nazismo. Es probable que
los redactores de la Declaración Universal, Eleanor Roosevelt, René Cassin y
John Humphrey, se conformaran con aceptar una simple declaración de principios
convencidos de que como un ideal aumentaría la conciencia mundial en torno a
una verdad que hoy pocos osarían negar en público: "Todos los seres
humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de
razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los
otros" (art. 1 de la Declaración Universal).
Antes de la Segunda Guerra Mundial, solo los Estados eran
reconocidos por el derecho internacional. Por primera vez, sin importar raza,
religión, edad ni género, se garantizaron a las personas derechos jurídicamente
reconocidos internacionalmente, al punto de que se pueden oponer a la
prepotencia de los Estados. De modo que los derechos humanos son una protección
del ciudadano y una salvaguarda frente al abuso y la opresión.
"Necesitamos la moral para superar nuestra indiferencia natural hacia los
demás", dice Avishai Margalit, para expresar esa paradoja de que los
derechos humanos no nacen de la piedad o la bondad, sino de la crueldad humana.
No porque no existan seres piadosos o buenos, sino porque las lecciones de la
historia nos han mostrado lo peor que los seres humanos pueden hacer. En
términos históricos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos significó
un reordenamiento de las relaciones internacionales contra las barbaries.
En términos espirituales, como se entusiasmó el escritor
Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto, los derechos humanos son una
religión laica que ha tenido efectos políticos. Hoy, la mayoría de los Estados
modernos han ratificado toda la normativa de derechos humanos y muchos, como
nuestro país, los han incorporado a la Constitución.
En el mes en el que se cumplen 70 años de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y 35 años de nuestra democratización, vale
recordar también la razonabilidad política de los constituyentes que en Santa
Fe, en 1994, depusieron sus diferencias políticas y se unieron para darle
jerarquía constitucional al derecho internacional de los derechos humanos, no
incluidos en el "Núcleo de coincidencias básicas" del Pacto de
Olivos. Para muchos, una auténtica revolución jurídica que, por supuesto, está
muy lejos de haber concluido, ya que millones de personas en todo el mundo y en
nuestro país no tienen garantizados sus derechos básicos.
Estas nuevas catástrofes han obligado a las Naciones Unidas
a lanzar la agenda más ambiciosa de derechos humanos, los objetivos del
desarrollo sostenible (ODS), que todos los países, incluido el nuestro, se han
puesto como metas a cumplir. ¿Qué son si no derechos humanos el combate contra
la pobreza y el hambre, la protección del planeta, las sociedades pacíficas y
democráticas y la solidaridad? Una agenda y un lenguaje global que deberían
entenderse a la luz de lo mismo que se defiende en términos de la globalización
económica, ya que los derechos humanos, junto a la democracia, el dinero e
internet, son uno de los idiomas de la globalización. Aun cuando la relación de
los derechos humanos y la globalización económica es antagónica, como lo
demuestra el activismo de los derechos humanos que rechaza las políticas
laborales o ambientales de las corporaciones multinacionales, lo que le da
importancia a la normativa universal es, precisamente, su aplicación local. Las
organizaciones de la sociedad civil, las ONG, al denunciar los abusos del
poder, son las que hacen que el Estado cumpla con sus compromisos ante los organismos
internacionales.
"Si los derechos humanos no han detenido a los
villanos, es cierto que han reforzado a las víctimas", advierte el experto
canadiense Michell Ignatieff. Una observación fácil de reconocer en la
Argentina. Fueron las víctimas, los heridos, los humillados, las personas más
lastimadas las que se aferraron a los instrumentos de derechos humanos para
denunciar dentro y fuera de las fronteras de la Argentina las desapariciones,
los secuestros, las torturas, lo que dio origen a una serie de organismos de
derechos humanos que al inicio tuvieron la autoridad del testigo, pero en la
medida en que se fueron sectarizando perdieron autoridad y ganaron el poder de
una fuerza política. Valen para ese activismo las observaciones de Ignatieff: "Dado
que los activistas de derechos humanos dan por hecho que representan valores e
intereses universales, no han prestado tanta atención como deberían a la
cuestión de si representan realmente los intereses humanos de aquellos a
quienes dicen representar".
Porque los derechos humanos se han construido más sobre el
miedo que sobre la esperanza. En momentos en los que la democracia se ve
amenazada por el miedo, se entiende el entusiasmo por el resultado del
referéndum suizo el 25 de noviembre. El secretario general de Amnistía
Internacional, Kumi Naidoo, advirtió a "los políticos del mundo que tomen
nota de lo sucedido en Suiza, donde una clara mayoría de la población ha optado
por los derechos humanos y ha rechazado los intentos de atacar y convertir en
chivos expiatorios a los grupos más débiles de la sociedad". Como son los
migrantes que ejercen un derecho humano universal, elegir dónde vivir (arts. 13
y 14), y ponen a prueba la obligación de acogida de los Estados democráticos.
Resta en nuestro país que la política también vincule los derechos humanos a la
democracia y al Estado de Derecho y se entienda que ser sujetos de derechos nos
obliga a todos a comprometernos a vivir en una sociedad en la que los
conflictos de derechos se resuelven por persuasión. No con violencia.
(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
© La Nación
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