Por Jorge Fernández Díaz |
Los estrategas le explicaron a
continuación cómo debía denominarse a sí mismo a partir de ahora. Donald soltó
de inmediato: "Entonces yo soy, ¿cómo has dicho que se dice? ¿Provida?
Estoy en contra del aborto, soy provida, ya te lo digo". Steve Bannon, su
Maquiavelo, se sentía impresionado por esa prueba de flexibilidad y quizá por
su positiva falta de escrúpulos. Luego trató de implantarle la idea básica: el
sistema democrático era manejado por las elites y estaba amañado. Trump,
entusiasmadísimo, lo interrumpió: "¡Me encanta! Eso es lo que soy yo. Soy
un popularista". Bannon lo corrigió: "No, no. Es populista". A
lo que Donald insistió: "Eso, eso, un popularista".
Más adelante, el gurú lo convenció de que sintetizara toda
su táctica proselitista en no más de tres conceptos. La economía iba para abajo
por culpa de la globalización, y sus oponentes electorales estaban cómodos
gestionando el declive: ellos eran ineptos y corruptos. Nosotros defendemos a
los "olvidados": "Vamos a acabar con la inmigración ilegal y
limitar la legal para restablecer nuestra soberanía; vamos a recuperar los
trabajos del sector manufacturero para el país, y vamos a salir de las guerras
extranjeras sin sentido. Hillary es el pasado y nosotros somos el futuro",
le apuntó. Nada más, eso era todo. La simplificación perfecta que las redes
sociales meterían en la conciencia colectiva con la velocidad de un balazo.
Donald no debía moverse de ese guion sencillo, pero a poco de comenzar debió
hacerlo por culpa de una serie de contratiempos. El más grave sucedió a las
16.05 del 7 de octubre de ese año cuando The
Washington Post publicó un artículo: "Trump grabado en 2005 alardeando
durante una conversación muy subida de tono sobre las mujeres". En el
audio, el "popularista provida" se vanagloriaba de su destreza
sexual, y decía específicamente que podía manosear y besar a las damas a su
capricho. "Cuando eres una estrella, te dejan hacerlo -confesaba-. Puedes
hacer lo que se te antoje. Cogerlas del coño". La traducción cerrilmente
ibérica permite publicar aquí de manera textual ese epíteto deplorable y
grosero. En el idioma de los argentinos resultaría directamente irreproducible.
En tiempos de #MeToo, de alta
sensibilidad de género y de potente revolución femenina, parecería que ningún
político podría resistir un sincericidio de este calibre. Y, sin embargo,
Donald Trump lo resistió. Aconsejado por su estratega, hizo una breve
declaración: "No era más que una broma de vestuario, una conversación
privada que tuvo lugar hace muchos años. Bill Clinton me ha dicho cosas mucho
peores en el campo de golf, mil veces peores. Pido disculpas si alguien se ha
ofendido". No fue suficiente, los donantes se retiraron, parecía el fin.
Pero Bannon le sugirió que siguiera contrastándose con el marido de Hillary:
"Vamos a comparar lo que usted ha dicho con lo que él ha hecho".
Donald estaba perplejo, ¿era posible dar vuelta el partido? Steve le respondió:
"Reservamos el salón de baile del Hotel Hilton para esta noche. Lo
pondremos en Facebook y conseguiremos mil tarugos -término despectivo con que
señalaba a los seguidores incondicionales de Trump- con gorras rojas. Y va a
haber un mitin de la hostia y va a atacar a los medios de comunicación.
Vamos a doblar la apuesta. ¡Que se jodan! ¿A que sí?".
También movieron a Melania: "Las palabras que usó mi esposo son
inaceptables y me ofenden. Pero no representan al hombre que conozco -declaró-.
Tiene el corazón y la mente de un líder. Espero que la gente acepte estas
disculpas, como yo he hecho, y se centre en los importantes problemas a los que
se enfrenta nuestra nación y el mundo". Y esa misma tarde, el marido
tuiteó: "Los medios y el establishment quieren desesperadamente que me
retire. ¡Pero nunca lo haré!".
Todas estas escenas surgen de Miedo, la extraordinaria crónica de Bob Woodward que tanto disgustó
a la Casa Blanca. El mítico investigador del Watergate revela allí secretos
alarmantes acerca de la ignorancia y la impulsividad de quien maneja la
principal economía del planeta y acaricia todos los días el botón rojo del
destino humano. Pero una de las mayores revelaciones que surgen de sus páginas
es sin duda la astucia del inefable Steve Bannon, a quien la revista Time llama "El gran manipulador":
un consejero que promovió la división social, la xenofobia, el enfrentamiento,
el aislacionismo y el odio a los periodistas. Exoficial de la Marina,
excineasta y alumno destacado de las universidades de Georgetown y Harvard,
primero se hizo rico con Goldman Sachs y luego se transformó en el gran
ideólogo del nuevo nacionalismo. Acompañó a Trump en los primeros meses de
gestión y ahora se ha instalado en Bruselas, con la declarada intención de
destruir la Unión Europea y coordinar lo que él llama El Movimiento, término
que para los españoles tiene tintes franquistas; es porque no han leído
nuestras Veinte Verdades. Esta suerte de Internacional Populista promueve y
articula a los partidos más peligrosos del globo. Muy especialmente a Matteo
Salvini, que gobierna desde Roma, donde también hace furor estas Navidades la
novela verídica M, de Mussolini:
"Italia es hoy la vanguardia", decretó Bannon. En Hungría dijo que
"Orban fue Trump antes que Trump". Se regocijó con el preocupante
triunfo de Vox en Andalucía, y trabajó en la metamorfosis de Marine Le Pen, a
quien le sugirió exclamar: "No estamos solos". Macrones, para este think tank, un blanco estratégico, puesto
que representa no solo la vocación por el comercio internacional, sino también
el centro. La democracia es esencialmente centrista puesto que allí, hacia uno
y otro lado del espectro pero dejando afuera los extremos, se han establecido
siempre los acuerdos profundos de gobernabilidad pacífica. También los llamados
populistas de izquierda atacan el centrismo, y tratan de convencer a los
progresistas de que abracen sus banderas dando por terminada la experiencia
republicana. Y sobre todo animados porque, en teoría, Occidente pronto se
debatirá únicamente entre un populismo de derecha y otro de izquierda: solo hay
que elegir en qué trinchera pertrecharse. Si eso fuera cierto, y la sociedad
más próspera e igualitaria de la historia de la civilización se hundiera para
dejar paso a estos políticos "incendiarios y fratricidas" (Javier
Marías dixit) que solo piensan en dividir e industrializar el resentimiento, y
que tienen una dinámica de radicalización, las naciones estarán destinadas a
guerras civiles y cruzadas expansionistas. Este es el gran fenómeno del año, y
tal vez de la década; el fantasma que recorre Europa y América, y que se
potencia gracias a la revolución tecnológica, a través de la cual hoy es fácil
crear burbujas de sentido, revueltas volcánicas y enemistades mortales: allí es
posible desacreditar la labor del periodismo ("los medios son los perros
guardianes del sistema", Bannon dixit), instalar una cultura de fake news y convertir a un patán en un
"líder patriótico". Que se convertirá con el tiempo en un caudillo
autoritario. Bienvenidos al nuevo mundo, y feliz Navidad.
© La Nación
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