Por Jorge Fernández Díaz |
No se conocen, pero la nacionalidad y la coincidente
admiración que les despierta la recuperada bonanza española los acerca en el
vestíbulo de un hotel del barrio de Salamanca.
Luego de un inventario de
elogios y maravillas, el investigador sorprende al editor con una conclusión
rotunda: ese progreso lujoso que los rodea se debe al viejo imperialismo
hispanoamericano, borrando así del medio múltiples devastaciones y torpezas
históricas, guerras civiles, nacionalismos católicos y sucesivas crisis
económicas que dejaron a la Madre Patria en la lona. Es decir, España no se ha
vuelto rica merced a la Transición, al Pacto de la Moncloa y a la
retropropulsión de un reciente capitalismo venturoso, sino gracias a Cristóbal
Colón. Luego el investigador aclara que es kirchnerista y que en la Argentina solo
existen dos opciones: el peronismo y la oligarquía. La primera afirmación le
permite explicar por qué es vana nuestra ilusión de un país normal y
republicano en el traste del mundo; la segunda nos condena a elegir entre el
cielo y el infierno, entendiendo que el peronismo representa el paraíso en la
Tierra. Esa misma dicotomía fantástica, convertida aquí en lugar común, puede
detectarse en Marcelo Tinelli. Figura querida y popular, confesó los otros
días, y lo hizo con honestidad, que posee raíces peronistas: "Siempre
pienso en beneficiar a los que menos tienen, y no a los grupos financieros y a
los poderosos". Elija usted sin matices, señora: ¿enfermedad o salud?,
¿dicha o pena?, ¿champagne o veneno? De eso se trata. La larga hegemonía peronista
rinde sus frutos culturales; transforma al gran responsable del saqueo, la
decadencia, la corrupción, la mafia y la multiplicación de pobres en un
movimiento angélico y redentor. Quienes no adscribimos a esa fuerza de nobles
sentimientos y efectividad reconocida somos oligarcas por acción u omisión, o
tal vez por venalidad, egoísmo e ignorancia. Esa renovada picardía binaria
amasa, en uno de los peores momentos financieros del país, la idea de que
existe otro "modelo" de éxito probado, inspirado por supuesto en el estatismo
pertinaz y el aislamiento. Y en Dios, que es argentino; los obispos peronistas
de Bergoglio han reunido a preclaros economistas e ideólogos de rara y novedosa
concordancia: los burócratas gremiales de la Carta del Lavoro, junto con
algunos mariscales de la crónica frustración industrial, el inefable
progresista Hugo Moyano y sus democráticos camaradas de la Corriente Clasista y
Combativa. Su inflamada prosa, llena de solidaridad, ímpetu nacionalista y
emocionante altruismo, converge con los discursos de la Pasionaria del Calafate
y del Camaleón de Tigre: todos le adjudican a la actual administración en
exclusiva los males de la debacle y critican a la vez el ajuste y el
endeudamiento, como si no se estuviera operando desde hace años con un Estado quebrado,
bajo una cronología de irresponsabilidades inéditas y con la realidad de un
país estancado e inviable. Como si no hubieran sembrado vientos, ni
estuviéramos cosechando sus lógicas tormentas, confiando en que la prensa y la
opinión pública se expidan sobre la foto del diario de la fecha, y que no se
tomen el trabajo de ver una película más compleja y terrorífica aún que todos
los expedientes del cohecho organizado. Con una soja a 650 -un precio
excepcional y provisorio-, el kirchnerismo habilitó la contratación como planta
permanente de más de un millón de agentes estatales, regaló jubilaciones
masivas a quienes no habían aportado, sin preocuparse por su futura
financiación, y creó con fondos circunstanciales carísimas estructuras perennes
y regalos insostenibles en materia de energía y transporte. Cuando el precio de
la soja cayó a la mitad, la arquitecta egipcia encaró por cinco minutos la
"sintonía fina", pero como no quería pagar el costo político se
detuvo y comenzó a devorarse las reservas y a vaciar los stocks: entregó un
buque que por fuera parecía un transatlántico, pero que por dentro era una
carcasa agujereada y con una bomba de relojería. Hubiera correspondido entonces
un ajuste severo y radical, que tal vez una sociedad sin conciencia de la
trampa no habría tolerado: Mauricio Macri, que política e instrumentalmente se
equivocó en no pocas ocasiones, eligió pequeños y progresivos recortes,
mientras tomaba deuda para mantener a flote la ficción que nos habían
construido. Por factores internacionales, el crédito se acabó y el mercado
produjo cinco meses de corrida cambiaria y una brutal devaluación: el resultado
tenía forzosamente que ser una estanflación aguda y un incremento de la pobreza.
Y el drama no fue todavía más pronunciado solo porque el FMI prestó para evitar
ese naufragio total que nos ganamos a pulso con nuestra negación, nuestro
pensamiento mágico, nuestra estupidez y nuestra negligencia.
La soja fue y sigue siendo tan decisiva, porque resulta
prácticamente la única turbina potente de la que disponemos en el difícil arte
de ingresar divisas; el anterior y ahora añorado "modelo", donde ya
uno de cada tres argentinos era pobre, cacareaba una industrialización que
resultó ser otra enorme mentira. Si esa pujanza industrial hubiera sido cierta
y contáramos actualmente con un gran caudal de compañías exportando a lugares
remotos, la situación general de nuestras arcas y del empleo local sería mucho
mejor. Eso no sucede, primero, porque se apostó más al consumo rápido que al
ahorro y al trabajo, y, después, porque el anacronismo de "vivir con lo
nuestro" se combinó con la mala reputación: anticapitalistas, violadores
de contratos, destructores de seguridad jurídica y socios dilectos del
chavismo. Muchos empresarios formaban parte del problema y no de la solución. Dante
Sica, que fue secretario de Industria de Duhalde y hoy es ministro de Macri,
peronista y frecuente asesor económico de sindicatos y pymes, cuenta una
anécdota reveladora. Cuando hace poco comenzó a recibir a las distintas cámaras
empresariales, sintió un fuerte impacto. "Ustedes están más viejos, más
pelados y más gordos que hace veinte años -les dijo-. Pero me vienen a reclamar
lo mismo. Tienen los mismos problemas. ¿No hicieron nada para cambiar en todo
este tiempo?" Al cabo de dos décadas muchas de esas compañías siguen
demostrando bajísima competitividad, no han reinvertido sus ganancias porque
sabían que la fantasía kirchnerista se iba a terminar y ruegan ahora lo de
siempre: que el Gobierno les otorgue una cuota de mercado, una tasa de
rentabilidad y hasta que les defina los precios. Ortopedia eterna para gente
que no quiere rehabilitarse.
El asunto no debe llevar a generalizaciones (hay
exportadores esporádicos en algunas ramas de la industria), y Miguel Acevedo es
un dirigente serio, pero en ese colectivo conviven héroes esforzados y
creativos que luchan para mantenerse activos en esta Argentina ingrata, con
vivillos e inútiles que buscan prebendas, y operadores desembozados del
populismo. No se sabe muy bien si estos quieren regresar a la "década
ganada" o nos proponen las ideas de 1960; la primera experiencia fue un bluff,
la segunda es impracticable en un mundo cruzado por la revolución tecnológica y
sus múltiples secuelas y mutaciones. Como sea, la retórica electoral seguirá
adelante con ese "modelo" de los sensibles y los bienaventurados. Que
precisamente nos hundió en esta ciénaga de los vencidos.
© La Nación
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