Por Arturo Pérez-Reverte |
Me daba apuro, insisto, pero es
que hoy quiero hablarles exactamente de eso; de un librero al que conocí hace
unas semanas en Venecia. Así que no me quedaba otra que titular por el tópico.
El tópico Da Vinci.
Callejeaba por esa ciudad, como suelo hacer cuando
voy, esperando la hora de ir a mi restaurante favorito a zamparme unos
espaguetis con botarga. Antes me había dejado caer por la deliciosa librería
Acqua Alta, cerca de Santa María Formosa, que gracias a que sale en las guías
turísticas como visita obligada estaba llena de gente, lo cual es insólito y
formidable, tratándose de un lugar donde se venden libros. Y al regreso,
continuando hasta la calle del Paradiso, di con el escaparate de una pequeña
librería que me era desconocida pese a que llevo treinta años pateando calles
venecianas: Librería Filippi. Había en el escaparate, entre libros de historia,
música, arquitectura, arte y postales antiguas, un viejo libro sobre el
impresor Aldo Manuzio que me interesaba, y entré a comprarlo. Sentado al fondo,
entre pilas de volúmenes más o menos polvorientos, había un tipo canoso y
barbudo, leyendo Curiosità Veneziane de Tassini, que alzó la
vista y me miró con la desgana de quien se ve interrumpido por un turista. Pero
cuando oyó decir «Aldo Manuzio» se le iluminó la cara.
Siguió una larguísima conversación –o más bien
monólogo– de tintes surrealistas. Porque don Franco Filippi, el librero,
resultó ser, no ya un aficionado, sino un apasionado fanático del impresor que,
a caballo entre los siglos XV y XVI, revolucionó el arte de su oficio con
ediciones de clásicos griegos, latinos e italianos, impresos con la bellísima
tipografía que hoy seguimos llamando aldina, inspirada, o así lo afirma la
leyenda, en la letra manuscrita de Petrarca; y que, entre muchos otros libros,
alumbró uno de los más raros y hermosos de su tiempo: la Hypnerotomachia
Poliphili. El caso es que el señor Filippi, feliz por tener alguien
con quien conversar sobre su ídolo, del que demostró saberlo todo y un poco
más, se pasó la siguiente media hora –treinta y dos minutos de reloj–
asestándome una documentada e interesante conferencia sobre su impresor
favorito, en la que apenas pude introducir algunos monosílabos y un par de
conjunciones adversativas. Veneziani si nasce o si diventa?,
argumentaba don Franco defendiendo la ciudadanía de su héroe impresor, adobada
la charla con anécdotas, datos biográficos y técnicos, torrenciales opiniones
sobre éste o aquel aspecto de sus trabajos. Yo estaba fascinado, pero temía que
me cerrasen la cocina del restaurante de los espaguetis; así que de vez en
cuando intentaba pagar el libro y tomárselo de las manos donde lo agitaba como
prueba de cuanto decía; pero él lo tenía bien trincado y no lo soltaba. Yo
tiraba, y cada vez él lo aferraba más fuerte. «Los presuntos expertos en
Manuzio –decía, amargo– no tienen ni la más remota idea. He ido desmontando
todas sus tesis una por una. Hubo un congreso sobre él y no me invitaron.
Asistí como simple público, y cuando llegaron las preguntas tuve todo el rato
la mano levantada. Pero hacían como que no me veían. Son unos ignorantes y me
tienen miedo».
Conseguí, al fin, arrebatarle el libro, pagar –se
le había olvidado cobrármelo, y creo que le daba igual– y despedirme tras jurar
por los Adagia de Erasmo que volvería para continuar la
charla. Me dejó ir con un apretón de manos y una sonrisa satisfecha, feliz por
haberse cobrado una víctima que le parecía dócil y simpática, capaz de encajar
treinta y dos minutos aldinos y sobrevivir al asunto sin daños cerebrales
visibles. Y me fui calle del Paradiso abajo, acariciando el libro tan
heroicamente adquirido. Pensaba que, de haberlo conocido treinta años antes, el
librero veneciano Franco Filippi habría figurado con todos los honores en mi
novela El club Dumas, sin la menor duda. En realidad, concluí
con una sonrisa, parecía haber salido directamente de ella.
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario