Por Héctor M. Guyot
A fuerza de golpes, la psiquis del argentino medio es una de
las cosas más flexibles que se conocen. ¿Qué otro pueblo puede albergar, al
mismo tiempo, el convencimiento de que es el peor y el mejor de todos? Algunos
dirán que esta contradicción obedece a la conducta bipolar propia de los que
viven presos de sus emociones.
Puede que sea el caso, pero semejante ductilidad
también podría deberse a un alarde de nuestra capacidad de adaptación al medio.
Aunque no evoluciona, el argentino es más que nada un espécimen que resiste.
Está habituado a situaciones extremas. Y a oscilar de un extremo al otro. Más
aún, a hacer coincidir los extremos en la misma baldosa, la que pisa, tal como
si el invierno y el verano se instalaran sin conflicto en el mismo día. Somos un
atentado a la lógica aristotélica, por eso no nos entienden los de afuera.
Cuando lloramos, estamos contentos. Ahí está el Presidente para probarlo.
Pasamos sin escalas del oprobio del River-Boca a la euforia
del G-20. Del subsuelo de la autoestima al Everest del amor propio. Y todo sin
cambiarnos la ropa. Ese péndulo tiene sus razones. A una realidad extrema,
emociones extremas. Aunque en verdad es lo segundo lo que determina lo primero.
Si los que pisaran este suelo fueran suecos, otros serían los acontecimientos.
Como sea, la deriva de este River-Boca bien vale una
depresión profunda, pues es una película sin cortes sobre nuestro fracaso como
sociedad. El ataque salvaje al micro que llevaba a los xeneizes y el posterior
sainete de ambos equipos alrededor de ese bendito partido ha provocado
interpretaciones de todo tipo, la mayoría justificadas. Sin embargo, los hechos
fueron de una elocuencia tan explícita que sobran las lecturas metafóricas. Con
la literalidad es suficiente. Allí está todo: la intolerancia hacia el otro, la
violencia como único lenguaje, el poder perverso de las mafias, la corrupción y
el afano a toda escala, la connivencia de las instituciones, la pequeñez de los
dirigentes. Tan claramente se reunió allí el repertorio de nuestros males que
la desazón se abatió sobre el conjunto como pocas veces antes. La decepción fue
inversamente proporcional a la expectativa desmesurada con que se promocionó
"la final de todos los tiempos". Desde allí arriba, el golpe fue
grande. Muy argentino.
Que unos vándalos tiren piedras y arruinen lo que iba a ser
una fiesta no es nada nuevo. Lo inexplicable fue el modo en que la dirigencia
de ambos equipos resultó incapaz de alcanzar una solución que al menos
restableciera parte de la dignidad perdida. Ese empeño en agravar el conflicto
en lugar de saldarlo es un reflejo de la escasa distancia que media entre los
vándalos y el poder, que quedaron igualados en su ceguera, su intransigencia y
su afán de ganar a cualquier precio. Eso, la premisa de ganar como sea, nos
define como sociedad. Solo así se entiende que un dirigente como Angelici se
negara a salir a la cancha. Cuando ganar es incluso más importante que jugar,
todo vale. Y todo se desvirtúa. Las actitudes mezquinas o miserables son
incluso festejadas. Confundir un medio con un fin conduce inevitablemente a la
degradación. Dirigentes y políticos que actúan de acuerdo a estas pulsiones han
hecho lo suyo para llevar al país al estado de postración en el que se
encuentra.
¿Cómo es posible que una final entre dos equipos argentinos
no pueda jugarse aquí? Pare la pelota y piénselo: el hecho de que se haya
analizado jugar el partido en Doha y de que efectivamente se juegue en Madrid
habla de nuestro escaso sentido del ridículo o del poder de los negocios para
imponerse al sentido común. Es un delirio. Cualquiera diría que estamos en
medio de una guerra civil. En todo caso, de existir, esa guerra se libra entre
dos equipos de fútbol que perdieron toda conciencia de la proporción. Sin
embargo, lo más loco de todo es que al momento de aceptar que en esta tierra
sin paz no había garantías para jugar un simple partido de fútbol -que de eso
se trata, a fin de cuentas- se celebra aquí un encuentro de los presidentes más
poderosos del mundo que transcurre, a pesar de los pronósticos, sin mayores
inconvenientes y hasta con éxito. Y ahí, ante los ojos admirados del mundo, o
de sus más encumbrados representantes, se eleva orgulloso nuestro pecho
argentino.
Es natural, no digo que no. Tan natural como el abatimiento
al que nos indujo el grotesco del clásico. De cualquier modo, nuestras
emociones son tan extremas como efímeras. Es duro vivir aquí, pero nada, ni la
distancia, nos impedirá vibrar mañana con este lamentable y absurdo River-Boca.
A fin de cuentas, así es como ahogamos las penas. Las penas que nos causa vivir
aquí.
© La Nación
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