Por Arturo Pérez-Reverte |
Acabo de regresar de México, donde me he visto con
varios de esos amigos: el novelista Xavier Velasco, mi antiguo editor Fernando
Esteves y algún otro. Y sin esperarlo, por casualidad y esta vez durante sólo
diez minutos para darnos un abrazo, con mi casi hermano sinaloense –mi carnal,
como dicen allá– el escritor Élmer Mendoza. Élmer, que acaba de cumplir los 69
tacos, es catedrático de literatura y miembro de la Academia Mexicana de la
Lengua, novelista de gran éxito y autor respetadísimo –lo llaman patriarca de
la literatura norteña– porque fue el primero en fijar por escrito el habla de
la frontera y el efecto del narcotráfico en el fascinante idioma español que
allí se maneja. Un fulano capaz de decir sin complejos: «Me gusta la
palabra narcoliteratura porque los que estamos comprometidos
con ese registro tenemos las pelotas para escribir sobre ello, porque crecimos
allí y sabemos de qué hablamos».
Somos amigos desde hace 18 años, cuando me llevó de
la mano para que me empapara bien del origen de Teresa Mendoza, mi Reina del
Sur. Por eso aparece como personaje real en la novela, con nuestros compadres
Julio Bernal y el Batman Güemes, y una buena parte de los escenarios de Sinaloa
que ambientan la novela los conocí gracias a él. En aquellas semanas y meses en
los que se forjó nuestra amistad, cuando yo caminaba a su lado anotando cuanta
palabra escuchaba y él traducía para mí, incluidas las suyas propias, fui un
hombre feliz, pues la novela que sólo era un proyecto y unos personajes en mi
cabeza fue tomando forma, creciendo en estructura y páginas hasta hacerse
realidad. A él se la debo, y sin él jamás habría podido escribirla. Sin su
compañía nunca habría comprendido las palabras de aquella rola de Los Tigres
del Norte, o Los Tucanes, o no recuerdo quién: Saben que soy
sinaloense, ¿p’a qué se meten conmigo?
Con él anduve días y noches por garitos, cantinas y
puticlubs de Culiacán: La Ballena, el mítico Don
Quijote –donde te pasan el detector de metales a la entrada–, el
téibol Lord Black y otros antros frecuentados por lo peor de
cada casa. Y sé cómo lo respetan en su tierra; incluso, o en especial, los
narcos. Cuando nos conocimos él había escrito ya Un asesino solitario; y
sus siguientes novelas, en especial la serie protagonizada por el Zurdo
Mendieta, lo situaron en un altar comparable al del santo bandido Jesús
Malverde que se venera en Culiacán. El mismísimo Chapo Guzmán prohibió que lo
tocaran. Pude comprobarlo en mis siguientes visitas: en una tierra de
campesinos semianalfabetos, traficantes y violencia, donde morir de un balazo es
morir de muerte natural, Élmer es un prestigioso profesor universitario que
sale en la tele, habla de libros y de cultura, y menciona el narco con la
objetiva ecuanimidad de quien conoce su realidad, causas y efectos. He visto a
patrulleros corruptos, de los que se acercan en busca de mordida con la
chamarra cerrada para ocultar el número de placa, cuadrarse al reconocerlo. Y
he visto a narcos con el bulto de la pistola en la cintura, de los que apenas
respetan nada sobre la tierra, saludarlo con una inclinación de cabeza o
dejarle pagada una copa.
Lo he contado alguna vez. Mi mejor recuerdo de
Élmer, porque sucedió la noche en que empecé a conocerlo de verdad, tuvo lugar
en el Don Quijote. Estábamos en nuestra mesa cuando el
camarero, señalando a dos tipos bigotudos y patibularios, de ésos que al entrar
nadie cachea porque es evidente lo que llevan encima, nos puso dos tequilas en
la mesa. «Invitan los señores», dijo. Yo sabía que Élmer, con úlcera de
estómago por esa época, no bebía alcohol. Lo sabía todo Culiacán. Sin embargo,
sin vacilar, tomó su caballito de Herradura Reposado, lo alzó en dirección a
los dos sujetos y lo bebió de un trago, impasible. «Son las reglas, carnal», me
dijo poniendo el vaso vacío sobre la mesa. Y vi que, desde la suya, los dos fulanos
asentían agradecidos, muy aprobadores y muy serios. Con todo el respeto del
mundo.
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario