Por Héctor M. Guyot
La sonrisa invicta de Amado Boudou volvió a la tapa de los
diarios. También volvió el mantra que el ex vicepresidente repite cada vez que
puede: "Hay presos políticos en la Argentina". Por supuesto, él se considera
uno de ellos, aunque a partir de ahora (y ya se verá hasta cuándo) podrá
cumplir su condena de cinco años y seis meses por el caso Ciccone fuera de la
cárcel, con una pulsera electrónica en el tobillo.
Más que de la prisión, a
juzgar por las imágenes, pareció que salía del coiffeur. Muy lejos de aquella foto de su detención de noviembre de
2017, que lo tomó desprevenido en su departamento de Puerto Madero y con la
cabellera revuelta.
Podríamos arriesgar que uno de los grandes males del país es
el modo en que las corporaciones política, empresaria y sindical han tomado al
Estado como un botín al que hincarle los dientes. Boudou sería parte de esa
trama. Pero no como político, como parece que se considera de acuerdo con sus
dichos. En su caso, esa condición es al menos discutible. A la luz de los
relatos que circulan sobre sus andanzas, su perfil se acercaría más al del
aventurero que aprovechó sus dotes de filibustero para subirse a la farsa del
kirchnerismo por una razón alejada de toda ideología: sencillamente, era el
camino más corto para llegar a lo que en verdad le importaba.
Más que coincidencias doctrinales, entre los Kirchner y
Boudou habría, dicen las malas lenguas y algunas constancias judiciales, una
identificación notable de fines: llevarse toda la que pudieran. Y toda es toda,
porque los Kirchner, que no surgieron de un repollo, intuyeron con pavorosa
lucidez que la matriz corrupta de la Argentina estaba lista para ese zarpazo
definitivo que ya habían ensayado en Santa Cruz. En materia de corrupción,
según surge de los cuadernos de Centeno y de múltiples causas abiertas, el
kirchnerismo corrió los límites hasta extremos inéditos. Lo que hasta allí
había sido coima y retorno más o menos sistemático, articulado desde el poder
político junto a hombres de negocios con un prudente sentido de la proporción,
se convirtió en un saqueo desmedido al que muchos de los empresarios de la obra
pública, entre la fascinación y el horror, se entregaron sin chistar. Como
parte activa del mecanismo, eran socios, cómplices necesarios. Si alguno pensó
después que a los santacruceños se les estaba yendo la mano, que hubiera sido
mejor negarse, que el maltrato y las humillaciones añadidas eran demasiado, ya
era tarde. Formaban parte de un sistema que, aceitado como nunca, estaba
esquilmando al país. La filosofía del Estado como botín -con su praxis
correspondiente- había llegado al paroxismo.
Tal es la historia en ocho volúmenes que develó la
investigación de Diego Cabot y equipo, que ha marcado un antes y un después.
Muchos de los empresarios que tras el cambio de gobierno aplaudían el accionar
de la Justicia ante las trapisondas de los exfuncionarios kirchneristas ahora
quieren que los jueces pisen el freno, que es lo mismo que pretender que todo
siga igual. Antes de los cuadernos, la escena estaba iluminada por una bombita
pelada (y ya era suficientemente obscena). Hoy hay un reflector impiadoso cuya
luz revela que esta obra extrema que dirigieron los Kirchner tiene en verdad
una multitud de actores de reparto que habían actuado en las sombras. Ahora el
foco cenital se posa sobre ellos. No para el aplauso, sino para la vergüenza.
En verdad, la obra de los K no fue un estreno. Fue una remake-otra más- del viejo y conocido
argumento, con un cambio parcial del elenco: los actores políticos. Pero el
kirchnerismo desplegó una versión recargada, a tal punto que cuando apareció el
guion secreto que el chofer iba completando en tiempo real todo estalló por los
aires. Lo que se vio fue demasiado. Tras décadas de barrer todo bajo la
alfombra, lo que aparece cuando se la levanta no es polvo, sino un basural
nauseabundo que está directamente relacionado con el inadmisible 33,6% de
pobreza que midió el Observatorio de la Deuda Social de la UCA.
La causa que sigue el juez Bonadio junto a los fiscales
Stornelli y Rívolo comprende por ahora a más de 100 exfuncionarios y
empresarios, y hay más de 40 compañías involucradas. Han sido llamados a
prestar declaración el padre y el hermano del Presidente. No están mencionados
en los cuadernos, pero el hecho revela hasta qué punto la causa interpela a
casi todo el círculo de poder de la Argentina. Una de las virtudes de Macri ha
sido no interferir en la acción de la Justicia (que, dicho sea de paso, también
necesita su depuración). Es una virtud importante. Todo lo que conspire contra
un Nunca Más de la corrupción es condenarse a volver al pasado.
© La Nación
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