Por Martín Caparrós |
El mundo es de los valientes, dice un lugar común. Y
River, esta noche, fue valiente, y Boca fue cobarde: no es el papel que se
les suponía.
Un equipo más caro, más lleno de jugadores de
segunda en declive, se plantó como si fuera inferior a un equipo un poco más
barato, lleno de jugadores de tercera pero con ganas de ganar y un técnico con
ideas para hacerlo. Boca fue un equipo que decidió o aceptó que era inferior y
jugó en consecuencia. En general, cuando los equipos se sienten inferiores sus
resultados lo confirman.
Pero yo, por supuesto, guardaba la esperanza de que
la sinrazón se impusiera otra vez. Si hay algo que hace grande al fútbol es
que, en su reino, la injusticia no produce culpas.
Y, de todas formas, yo estaba trabajando. Así que
iba anotando todo, paciente, laborioso, como un pro. Había anotado,
por ejemplo, que en este mes pasaron tantas cosas —un mes de piedras y
diluvios, mudanzas y mentiras, reyertas y querellas— que parecía que el partido
no podría estar a la altura. Que, después de todo, no serían más que unos
muchachos tratando de patear un cuero inflado: que nunca algo tan banal podría
merecer tantas palabras.
También había anotado que los dueños del Bernabéu
debían haber comprado unos altavoces nuevos poderosos y querrían usarlos: que
no entendieron que para dar espacio a las famosas hinchadas argentinas, de las
que tanto se hablaba en estos días, no tenían que tapar sus cantos con
decibelios de ferretería. Y que en el Bernabéu había alrededor de 62.200
espectadores –casi 20.000 menos que los posibles– y que, hasta esa hora, no se
habían reportado quilombos: que los bárbaros se iban portando bien. Y que en
las gradas miles y miles se selfiaban en las pantallas de sus
móviles; ahora sabemos que un momento importa cuando vemos batallones de brazos
extendidos tipo saludo nazi con un trozo de metal en un extremo.
Y que, para mí, sigue habiendo algo mágico en ver a
esas dos mezclas de colores —el amarillo y el azul, el rojo y el blanco— sobre
un tapete verde: los recuerdos, la infancia, aquellos gritos, las tantas otras
veces amontonadas en más de medio siglo. Y que el partido había empezado mal:
que River trataba de jugar pero estaba tan nervioso que la mitad de las pelotas
se les iban; que sus mediocampistas Ponzio, Fernández y Pérez estaban
imposibles y que sus estrellitas Martínez y Palacios estaban atorados, y
Pratto, el nueve, no recibía una en condiciones —pero seguían tratando de
jugar—.
Y anotado también que Boca formaba con dos líneas
de cuatro que incluían a los supuestos wines, Villa y Pavón, para
tapar las subidas adversarias, y que por delante apenas quedaba el nueve
Benedetto y, a veces, Nández o Pérez, y que ni siquiera se acercaba al arco de
enfrente —salvo con algún pelotazo sideral—. Y había anotado que a este nivel
—grandes premios, jugadores mediocres— el fútbol es un deporte que consiste en
hacer todo lo posible por conseguir que un contrario se equivoque fiero: un
paseo por la cornisa todo el tiempo. Y que los dos equipos jugaban a buscar el
error, pero River lo buscaba intentando armar juego y Boca, pateando pelotazos
para arriba.
Había anotado todo eso y mucho más: paciente,
laborioso, como un pro. Y pensaba seguir así, pero a menudo uno se
engaña: se cree que es uno y, a veces, resulta que es otro. O, por lo menos,
actúa como si. En el minuto 43, cuando se terminaba un primer tiempo tosco,
tenso, torpe, una pelota suelta le quedó a Benedetto, que se la llevó por el
medio con tiempo y distancia y la metió con elegancia. Boca ganaba 1 a 0 y yo
grité y me sorprendió mi grito: fue feroz, sin pudores.
Así que por un rato ni anoté. Después volvió la
realidad —o, por lo menos, esa menguada realidad que llamamos “partido de
fútbol”—. Promediaba el segundo tiempo y Boca seguía sin jugar, pero River,
entonces, tampoco encontraba los caminos. Hay momentos —a veces, hay un
momento— en que alguien se puede creer que ya lo tiene. Es el momento
peligroso: cuando cree, se relaja, se deja llevar por la ilusión de que ya
casi.
En el minuto 68, cuando el partido languidecía, una
entrada por la punta derecha abrió con tres o cuatro toques la defensa de Boca.
Los goles, en general, se ven un rato antes. Mucho más en la cancha que en la
televisión, los goles se ven un segundo, medio segundo, antes de que empiecen a
existir. Pero en ese brevísimo lapso en que van a suceder, pero todavía no
sucedieron, uno puede mantener la esperanza de que el curso de las cosas se
confunda: que pase algo, que todo se revele diferente. No sucedió: en ese
minuto 68, Lucas Pratto, ex Boca desdeñado por Boca, el jugador más caro que
compró River en su historia —por modestísimos 11 millones de dólares—, la mandó
guardar, y River empató y puso a su rival sin ambición en su lugar sin
salvación.
Unos minutos antes, el técnico de Boca, un señor
Barros Schelotto, no había sabido remplazar a su mejor jugador y goleador, que
salió lesionado. Después del gol en contra su equipo no tuvo armas ni
argumentos para recuperarse. Casi era mejor cuando parecía que no quería jugar,
porque cuando lo intentó se vio que no sabía. El técnico de River, en cambio,
dio entrada a un ocho chiquitito colombiano, Juan Quintero, por Ponzio, y
rearmó el mediocampo y lo mejoró mucho, pero aún así no consiguió más goles:
siguieron empatados.
Así acabó el partido y empezó el suplementario. Y,
al minuto, todo terminó de despeñarse para Boca: su motorcito central, el
colombiano Wilmar Barrios, se fue expulsado por segunda amarilla. Si todavía
con once Boca había jugado como si fuera peor, con diez fue peor aún: se
resignó a esperar y capear lo que fuera; no pudo capear nada. Quintero fue la
síntesis de la noción de voluntad: quería, quería y quería y pateó varias veces
al arco. Le había salido siempre mal, hasta que al fin, de tanto ensayar, le
salió joya. Al principio del segundo tiempo suplementario, desde fuera del
área, incrustó la pelota en el ángulo de Andrada y definió la cosa.
Boca se lanzó a un ataque desesperado: su
impotencia, su incapacidad, aparecían tan claras que daban penita. U odio. O
desesperación. El técnico, de perdido, se perdió: metió a Tévez, quien no la
tocó; había metido a Gago que se rompió en la cancha; le gritaba a su arquero
que no fuera a cabecear los corners y el arquero iba, y todos
tiraban pelotazos.
Así, con un gol final de River sin arquero
contrario, se terminó el partido interminable. Era uno bastante único, y River
lo ganó y Boca lo perdió y su sombra va a durar unos años. El pacto pretende
que “el fútbol siempre te da revancha”. Pero, muy de vez en cuando, hay una
situación en la que no: hoy hubo una. Y, por una vez, Boca fue gallina y River
fue campeón. Es feo cuando uno se engaña, cuando se cree que es uno y resulta
que es otro.
© The New
York Times
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