Por Manuel Vicent |
Durante las prácticas de milicias en el cuartel, una de mis
obligaciones consistía en enseñar a leer y escribir a algunos soldados llegados
de la España profunda. Era una labor ardua, pero muy agradecida, sobre todo si
al redactar las cartas a su novia ponía por mi cuenta las mejores palabras de
amor.
Después de tantos años, frente a la cultura digital me
reconozco ahora en el viejo campesino iletrado o en el soldado del cuartel que
al final del servicio militar sudaba y jadeaba a la hora de escribir una frase
correcta. A menudo, hoy me toca a mí pedirle a un niño de 12 años que me
resuelva el problema si el ordenador se atranca como un pollino de arriero y no
obedece aunque lo aporree como se hacía con la radio.
Entre la yema de los dedos y las tripas del móvil, de la
tableta y del ordenador se extiende un espacio galáctico en cuya maraña la
gente de cierta edad ya no se reconoce. La tecnología informática nos va convirtiendo
poco a poco en analfabetos. En realidad somos ya los últimos mohicanos de un
mundo analógico que desaparece.
Pese a todo, la incultura digital nos reserva todavía alguna
ventaja. Libre de la tiranía y la basura de las redes, sobrevolando semejante albañal,
uno se siente en cierto modo incontaminado, feliz de no tener aplicaciones y de
manejar las cuatro reglas del ordenador como un juguete de niño, con la
agradable sensación de vivir flotando al margen ya de la historia.
© El País (España)
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