Por Loris Zanatta (*)
En mayo de 2019 habrá elecciones para el Parlamento Europeo:
¿morirá Europa, renacerán las naciones? Peor: ¿se suicidará Europa, como hace
cien años en las trincheras de la Primera Guerra Mundial? Las campanas doblan
ya en muchas partes.
Soberanistas, populistas, neofascistas, neocomunistas,
antiliberales de todos los colores y edades se frotan las manos: la identidad,
las raíces, el espíritu de los antepasados serán finalmente vengados. Al diablo
la burocracia de Bruselas, muerte a la retórica cosmopolita, adiós a las
fronteras abiertas, a las monedas en común, a los hijos de Erasmus.
¿Por qué sorprenderse? Europa es un condominio: ¿alguien
conoce condominios donde reina la armonía? ¿A quién no le pasa no soportar al
vecino, al inquilino del tercer piso, al portero que mete la nariz donde no
debería? Después de todo, fue la Guerra Fría la que reunió a quienes siempre se
habían combatido o detestado: anglosajones y latinos, católicos y protestantes,
hormigas teutónicas o escandinavas y cigarras mediterráneas. Y más tarde,
también eslavos ortodoxos que huían del oso ruso. ¿Y si al agotarse la fuerza
centrípeta de la Guerra Fría prevaleciera la fuerza centrífuga del pasado? ¿Si
donde se arraigó la idea de "Occidente" volviera aquella de
"civilizaciones"? Latinos con latinos; eslavos con eslavos;
anglosajones con anglosajones, y los africanos en África: que vuelvan las
antiguas y tranquilizadoras fronteras que se eliminaron demasiado rápido.
Hay muchos indicios al respecto. "Los italianos
primero", truena Matteo Salvini en la península: las encuestas le dan
alas. Mucho más al norte, los países bálticos han resucitado la antigua Liga
Hanseática: no tienen ninguna intención de cargar con la deuda acumulada por la
consabida imprevisión latina. Al este nació el Grupo Visegrad: fue allí donde
hace ocho siglos culminó el esplendor de polacos, magiares y bohemios. Pronto
veremos marchar a los nostálgicos de Carlos V de Habsburgo. Los del Sacro Imperio
Romano ya son numerosos. Todos buscando raíces, hojeando libros de historia,
tal vez solo Wikipedia: la historia es a menudo más grotesca que trágica.
Son demonios antiguos, siempre al acecho. Europa no es una,
hay muchas: es Locke y Marx, Erasmus y Hitler, universalismo y particularismo,
cientificismo e irracionalismo, generosidad y mezquindad, coraje y miedo. Ya
sucedió: ¿quién hubiera imaginado cuando la belle
époque brillaba, los comercios florecían, las artes resplandecían, la
tecnología asombraba, que la guerra destruiría todo? ¿Que la cuna de la cultura
mostraría al mundo su rostro más sombrío, el lado más obsceno de su alma? Sin
embargo, sucedió.
El hecho es que el éxito tiene un precio y Europa tuvo mucho
éxito: ¿cuánto, en solo dos siglos y medio, han cambiado al mundo las tres
grandes revoluciones que nacieron allí? ¿Las revoluciones científica,
industrial, constitucional? ¿Y cuánto lo siguen cambiando? Para bien y para
mal, no hace falta decirlo; a veces de manera virtuosa, otras para nada. Pero
el mundo de hoy, inimaginable para cualquier hombre premoderno, es hijo
legítimo de Europa. De la Europa cosmopolita, innovadora y libre que desafía lo
desconocido, del individuo solo bajo las estrellas, pero con la conciencia
vigilante. ¿Ilusa, arrogante? También. Pero cuánto ingenio, creatividad,
humanidad.
La otra Europa no es solo el lado oscuro de la primera, o lo
es solo en parte. A menudo es la misma cuando llega el momento de pagar el
costo de sus logros. Sí, porque la modernidad tiene aspectos desagradables:
erosiona certezas, socava comunidades homogéneas, cambia códigos morales,
modifica el equilibrio entre potencias. Y a medida que se propaga por el mundo,
se convierte en arma de todos, incluso en contra de la misma Europa. ¿Cuántas
demostraciones tenemos? Bomba demográfica, migraciones, fundamentalismo
religioso, potencias emergentes, competencia comercial: es el costo del éxito;
cada búmeran bien lanzado regresa y causa transformaciones y tensiones,
novedades y desilusiones allí donde fue lanzado. Así funciona la historia: cada
civilización universalista termina a la larga perdiendo el control de sus
efectos.
No sirve quejarse: mejor prepararse para enfrentar los
desafíos. Pero cuando la cuenta llega, muchos europeos creen que no les toca a
ellos, buscan chivos expiatorios, se refugian en un pasado idílico que nunca
existió: la culpa es de la plutocracia, decían hace un siglo; peor: de las
finanzas judías, del parlamentarismo, del urbanismo, de la tecnología. La culpa
la tiene el neoliberalismo, dicen hoy; peor: los bancos, los inmigrantes, los
políticos corruptos, la globalización. Los términos cambian, no el significado.
¿De qué culpa hablan? Del cosmopolitismo, de la sociedad abierta, del
liberalismo, de la propia Europa que, en definitiva, les dio prestigio y
prosperidad. He ahí, entonces, la nostalgia de cuando todos en la mesa eran
blancos, el domingo iban todos a la iglesia, un apretón de manos bastaba para
entenderse, las pistolas eran puñetazos y las drogas, una copa de más. La Europa
antiliberal es esta: una nostalgia reaccionaria. Es rabiosa y vengativa; evoca
al pueblo contra las elites, la pureza contra la corrupción, la moral contra la
inmoralidad, la identidad contra la pluralidad. El bien que ellos encarnan
contra el pecado.
¿Pero entonces estamos en la víspera de una nueva ola
totalitaria en Europa? ¿Está volviendo el fascismo? ¡No! Es cierto que Europa
está dividida, que cada país está polarizado y fragmentado, que los
soberanistas tienen el viento en sus velas. Pero quienes sueñan con el fascismo
tienen trastornos del sueño: es un fenómeno del pasado, de una fase superada
del desarrollo social y tecnológico, del tránsito del orden sagrado al orden
secular. En Europa, por lo menos. Lo que no impide que algo, o mucho, de él quede
en el nuevo tipo de animal político que hoy en día prospera y tanto hace
debatir: la democracia iliberal. Al igual que el fascismo, ella también
responde a una pulsión unanimista y a un universo moral maniqueo. En ese
sentido, es amenazante, ¡y cómo! Pero, a diferencia del fascismo, no puede ni
pretende destruir la cáscara institucional de la democracia: la ataca y la
maltrata, pero convive con ella. Por lo tanto, siempre habrá un juez, un
gobierno local, un periódico, una plaza llena, un ciudadano para poner palos en
sus ruedas. Y por qué no, para derrotarla en las elecciones. Tal vez no suceda
en mayo. Pero estoy seguro de que sucederá: Europa no está muriendo.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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