Por Tomás Abraham (*) |
La palabra "pasión" nada tiene que ver con esto. En los años
en que las canchas se llenaban, década 40 y 50 del siglo pasado, no
circulaba este tipo de patología.
Voy a tratar de ser simple. El gran problema de nuestro futbol tiene
que ver con que somos pésimos perdedores. No tenemos la dignidad del buen
perdedor. Desconocemos el coraje del que pierde y le da la mano al adversario.
A nadie le gusta perder en una competencia, se juega para ganar, pero si se
pierde se lo puede hace de dos maneras: como un cobarde que arma un escándalo
para exhibirse como víctima inmerecida de una confabulación; o como valiente,
como el que dio todo y sigue entero.
En esta final, hay varios que quieren capturar la atención y tienen el
síndrome de ocupar la vidriera: el técnico de River y su incontrolable amor por
su equipo que lo enceguece hasta el punto de recibir sanciones personales o institucionales;
miembros poderosos de una comunidad religiosa que piden cambiar la fecha para
no pecar; el presidente de la nación que quiere mostrar que hay garantías para
la presencia visitante y así dar pruebas del éxito de su política de seguridad.
Pasión no, negocio sí, y una peste de bipolaridad colectiva sin la cual
parece que no podemos vivir.
(*) Filósofo. Su
último libro es "El deseo de revolución" (Tusquets).
© Infobae
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