Por Martín Caparrós |
La Copa Libertadores también es un torneo devaluado: sus partidos
no suelen aparecer en los programas de las teles del mundo. Pero este
Boca-River era una ocasión inmejorable para volver a vender fútbol argentino y
sudamericano: vender los restos de lo que ya vendimos, vender algún partido de
esos que juegan los jugadores que los equipos ricos ya no quieren o todavía no
quieren o no quisieron nunca.
Pero no es fácil simular, cuando el engaño debe ser tan
grande. Primero, hace quince días, fue la cancha. Ya se ha vuelto muy raro que
un partido se suspenda por lluvia. Los estadios –aún los que no tienen techo–
están preparados para soportar las inclemencias, y el de Boca no estaba. Pero
siempre se podía decir que había sido un azar, un imprevisto, lo incalculable
—y fue lo que dijeron—.
Hoy no quedan excusas. El bus que llevaba al equipo de Boca
fue atacado a piedrazos por hinchas de River, y varios jugadores resultaron
heridos. Después, para dispersarlos, la policía –que no había sabido prevenir
las piedras– tiró gases lacrimógenos y varios jugadores resultaron
descompuestos. El partido entró en fase crítica: durante tres horas y media se
discutió si se jugaba o no, y al final no.
El fútbol argentino es un desastre hace ya mucho tiempo. Sus
instituciones son un chiste. Mafias lo dominan, negocios sucios lo manejan, la
inepcia cubre todo: no son capaces, siquiera, de montar un partido.
La FIFA tiene 211 países afiliados. Hay 210 que son capaces
de organizar partidos con hinchadas visitantes; hay uno que no –solo uno que
no– y se llama Argentina. La culpa no es exclusiva de las instituciones
deportivas: los sistemas de seguridad deberían hacerse cargo. Pero su Estado
también parece un chiste. Hace dos semanas, en un ataque de entusiasmo, el
presidente de la Nación, Mauricio Macri, se levantó con una idea y dijo que
estos dos partidos debían jugarse con público visitante y, sin reflexiones ni
consultas, lo anunció. Sus ministros tuvieron que salir a respaldarlo y a
pensar cómo hacerlo; dos días después, los presidentes de los dos clubes les
dijeron que ni en broma y todo quedó en nada: un presidente que habla antes de
pensar; que manda y, como manda tonterías, no se le hace caso.
No es la única muestra de que la organización argentina no
funciona. Pero hay más que no funciona: muchas personas argentinas, la sociedad
argentina. Los medios, las instituciones, las personas llevan un mes diciendo
que este partido es lo más importante que pasará en el país en estos años. (En
ese esfuerzo, algún canal se cubrió de ridículo llamando a este partido
sudamericano “la final del mundo”. En los países donde nos conocen los
argentinos tenemos fama, todavía, de presuntuosos y engreídos; esos títulos
confirmaron el prejuicio hasta el extremo).
Con tal tachintachín no es sorprendente que algunos hinchas
se lo hayan tomado en serio y hayan decidido “ayudar” a su equipo embistiendo
al enemigo. Pero es fácil echar culpas; lo cierto es que, azuzados o no, hay
suficiente cantidad de argentinos que creen que apedrear futbolistas es una
buena idea. Se corresponden con esa madre –cuya imagen apareció en los diarios–
que decidió que la mejor manera de meter en la cancha una docena de bengalas
era atarlas alrededor del cuerpo de su hijita.
Son los casos extremos: las puntas de ese iceberg. El bloque
sumergido –muy poco sumergido– son los millones de argentinos a los que nos
gusta que nos digan que nadie vive el fútbol como nosotros. Es simpático; deja
de serlo cuando esa forma propia de sentir el fútbol consiste en volverlo un
drama merecedor de cualquier violencia, de cualquier sacrificio. “Vos sos mi
vida, vos sos la pasión,/ más allá de toda explicación./ (…) y ni la muerte nos
va a separar,/ desde el cielo te voy a alentar.”
Sería bueno encontrar una manera de disfrutar del fútbol sin
convertirlo en esa falsa cuestión de vida o muerte; hay muchas cosas por las
que vale la pena pelear en serio, y el fútbol no es una de ellas. Pero no las
encontramos porque no queremos buscarlas. Seguir así, “dando la vida por los
colores”, nos permite creer que somos originales, diferentes, más intensos, más
vivos. No que, en lugar de dedicar los esfuerzos importantes a las cosas
importantes, los desperdiciamos en estas tonterías. El fútbol es un juego; si alguien
se cree que no lo es, se vuelve un gran engaño.
Pensamos que, esta vez, nos iba a servir para demostrar que
somos capaces de hacer algo bien, y demostramos lo contrario: no conseguimos
organizar siquiera dos partidos de fútbol. En un país donde sigue habiendo un
tercio de pobres, 45 por ciento de inflación anual, cada vez menos educación,
cada vez menos esperanzas, este partido parecía la ocasión de mostrar otra
cosa. No pudieron. Hoy el mundo vio cómo está la Argentina. Ojalá sirva para
algo.
© The New York Times
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