Por Claudio Jacquelin
Sobran los culpables, pero faltan los responsables. La
frustrada superfinal entre River y Boca volvió a demostrar la vigencia de esa
sentencia en la Argentina de hoy. Grupos de violentos e inadaptados (o, quizá,
sobreadaptados a la cultura vigente) son los culpables de imponer su lógica.
Nadie logra impedirlo, empezando por un Estado que acepta
competencias a su monopolio de la violencia legal. Sin que haya suficiente
condena social. Sin responsables que sean capaces de garantizar la seguridad
pública y la integridad física de los protagonistas y los espectadores en lo
que debería ser solo un espectáculo deportivo.
Empezaba una semana en la que el país se ponía bajo los
focos de la escena planetaria por la cumbre del G-20, con un partido al que una
buena porción de los seguidores del fútbol del mundo seguiría con atención. Y
como decía un meme que se viralizó ayer: "Teníamos la oportunidad de
mostrarle al mundo lo que somos y ¡salió a la perfección!". Sincericidio
colectivo.
Todo no pudo ser más inoportuno. Lo que pasó en las
inmediaciones del estadio Monumental expuso, al menos, una grave falla en el
operativo de seguridad que estaba a cargo del gobierno de la ciudad de Buenos
Aires, como ayer, 24 horas después de los incidentes, asumió públicamente el
alcalde porteño, Horacio Rodríguez Larreta .
Pero entre esa declaración pública y los hechos de violencia
que podrían haber tenido consecuencias más lamentables hubo un tiempo demasiado
extenso, en el que sobraron operativos de funcionarios porteños y nacionales
para desligarse de la responsabilidad por lo sucedido y adjudicarles culpas a
otros.
Siempre con el escudo del off the record, se escucharon
reproches desde la cartera de Seguridad de la Nación a sus pares de la Ciudad,
en razón de que el operativo era coordinado por las autoridades civiles y
encabezado por la policía local. También, críticas de las autoridades porteñas
a las nacionales, porque el lugar donde ocurrió el ataque al ómnibus de los
jugadores de Boca estaba a cargo de una fuerza federal, como la Prefectura.
Injustificable en cualquier momento, pero más inadmisible aún en el actual
contexto político. Como si el gobierno nacional y el porteño estuvieran en
manos de fuerzas adversarias. Como se justificaban muchas cosas hasta hace tres
años.
"Estoy muy triste. Trabajo desde hace años para poner a
nuestro país en otro lugar, pero llevará más tiempo", manifestó Mauricio
Macri ayer en privado. Ya habían pasado algunas horas de su bajada de
instrucciones para que las bochornosas internas se calmaran. Entonces, ya había
salido a dar explicaciones públicas Rodríguez Larreta, y desde el entorno de
Patricia Bullrich les bajaban varios decibles a las críticas a sus pares
porteños, encabezados por el ministro Martín Ocampo. El enojo del jefe puede
más que su aflicción para ordenar a los subalternos.
Hay un hecho indisimulable, y es que estas diferencias entre
las dos administraciones en materia de seguridad tienen la misma antigüedad que
Macri en la presidencia y Rodríguez Larreta en la jefatura de la ciudad.
También es un dato de la realidad que en estos tres años esas divergencias
terminaron ahondando conflictos, prejuicios y desconfianzas personales que
tuvieron consecuencias en la gestión. Como ha ocurrido en otros espacios de la
coalición oficialista, incluso en el seno del macrismo originario y aun puertas
adentro de la Casa Rosada.
Tanto Macri como su jefe de Gabinete, Marcos Peña, han
optado siempre por relativizar o restarles importancia a las disputas internas,
aunque sin dejar de admitirlas. La opción de afrontarlas sin atenuantes y
resolverlas no figura en su manual de conducción, salvo casos extremos y cuando
ya habían causado estragos en la gestión. Para los disconformes, el freezer
suele ganarle a la discusión acalorada. Sin embargo, esa táctica no ha
terminado con los conflictos, sino que en muchos casos se han agravado.
Tal vez haya llegado el momento de salir de la zona de
confort. Y de abandonar la ambigüedad en algunas materias, si se quiere llegar
a la verdad y ser eficientes.
Quizá también sea tiempo de una autocrítica. Por ejemplo, el
Presidente podría revisar la conveniencia de exhibir su fanatismo boquense
extremo, que desde hace un mes lo ha dejado expuesto con declaraciones que no
ayudaban a atenuar las pasiones o lo ha llevado a actuaciones cuestionables.
Como haber impulsado, sin mediar un análisis riguroso de las consecuencias, que
esta fallida final se jugara con la presencia de hinchas visitantes. Mejor no
imaginar lo que podría haber ocurrido.
Pero Macri prefiere que se lo vea fiel a aquel estilo. Ayer
eludió una condena explícita al operativo de seguridad que no evitó los
incidentes que llevaron a que la final más esperada no se jugara. "No
puede ser la solución militarizar un espectáculo deportivo", le escucharon
decir y transmitieron sus allegados. En privado, habría sido bastante más duro
con las autoridades porteñas, pero afirman que se tranquilizó con las
informaciones aportadas respecto de las investigaciones sobre las barras
bravas.
Preguntas sin
respuestas
De lo sucedido en las inmediaciones del Monumental quedan
muchas, demasiadas, preguntas sin respuesta, que las disputas internas no
ayudan a esclarecer.
Es posible que el ataque al ómnibus de Boca haya sido una
venganza de la barra brava de River tras el allanamiento del domicilio de uno
de los jefes de la organización y la incautación de 300 entradas y más de $10
millones realizado el día anterior al partido, como dijo Rodríguez Larreta. No
se sabe qué medida se tomó para prevenir la reacción que podía esperarse. Menos
explicable parece que cualquiera, incluidos los violentos de siempre, pudiera
estar a escasos metros del transporte de los jugadores visitantes,
precisamente, a tiro de piedra.
Ocampo, máximo responsable de la seguridad porteña, es un
hombre salido del entorno del actual presidente de Boca, Daniel Angelici, amigo
personal de Macri. Seguramente, no debería estar muy cómodo. A no ser que una
eventual consagración boquense en los escritorios obture reproches.
Tampoco queda claro por qué la Prefectura se ve impertérrita
con sus escudos durante los incidentes. No se sabe si fue por desidia, porque
falló la coordinación y no recibió órdenes de actuar o si fue porque los
efectivos nunca asumieron totalmente su subordinación a las autoridades
locales. Desde el equipo de Bullrich dicen que nunca se les avisó que el
ómnibus estaba por llegar ni se les pidió que alejaran a los hinchas de River.
Trabajo para los investigadores administrativos y judiciales.
El jefe de gobierno se jactó de que no se permitiera el
ingreso de la barra brava al estadio. En el equipo de Bullrich dicen que fueron
los efectivos de Gendarmería, otra fuerza federal, los que lo impidieron y que
algún policía porteño trató de franquearles el paso.
También se dice que en el Monumental les habían habilitado
el acceso a cientos de personas sin entradas. Las autoridades de River,
encabezadas por su presidente, Rodolfo D'Onofrio, deberían aclararlo. También
podrían ayudar a dilucidar cómo es que llegaron a la barra brava las entradas
que fueron secuestradas por la policía, después de confirmarse que eran
auténticas.
Lo que pasó anteayer no es peor que lo que ya hemos visto
demasiadas veces durante demasiado tiempo los argentinos en el contexto de un
partido de fútbol. La diferencia quizá sea que esta vez había demasiados ojos
del resto mundo puestos sobre el hiperclásico frustrado. Un problema. O, tal
vez, una gran oportunidad para, finalmente, hacer lo necesario para "poner
al país en otro lugar" que no sea el de los hechos vergonzosos y
lamentables.
Cuando solo faltan tres días para que empiecen a llegar los
principales líderes mundiales, lo ocurrido en el entorno del Monumental no
ayuda a generar confianza en la vocación de cambio argentina.
Por eso, Macri y sus funcionarios buscaron denodadamente
ayer despegar el fallido operativo del sábado de cualquier comparación con las
medidas seguridad que el Gobierno tiene previstas para la cumbre del G-20.
"El que confunda esas cosas tiene mala intención o no entiende nada",
dijo uno de los voceros gubernamentales.
Si los culpables tienen castigo y los responsables cumplen
con sus obligaciones de manera eficiente, es más probable que haya menos
confusiones.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario