Por Jorge Fernández Díaz |
Arturo Jauretche, ese magnífico ideólogo e ironista,
confesaba de este modo su asombro por la hazaña: aquellos dos escritores habían
atravesado el siglo XX, habían influido en radicales y peronistas, y habían
construido el relato nacionalista dominante y transversal que con diversas
operaciones de la universidad y a posteriori con la poderosa
institucionalización del Estado y las escuelas kirchneristas, se transformaría
directamente en el sentido común de las clases medias ilustradas y no tanto. En La
Argentina como problema, formidable compilación de ensayos coordinada por
Carlos Altamirano, se repasan hoy las visiones nucleares de todo el pensamiento
vernáculo, y se reconoce la enorme relevancia que tuvieron Jauretche y sus
compadres al forjar un vocabulario político extrañamente actual:
"cipayo", "entreguismo", "coloniaje",
"vendepatria", "medio pelo", son algunas de las ingeniosas
ocurrencias en el arte de injuriar que aportó esta maquinaria. Y su pedagogía
fue tremendamente exitosa porque construyó una matriz, una lengua para un
modelo de nación endogámica y tradicionalista, que llevado a cabo por
chapuceros y venales nos hundió en una decadencia sin fin. Los kirchneristas le
rezan a Scalabrini Ortiz, siendo que si resucitara y viera la manera en que entregaron
la soberanía energética, este los repudiaría; y citan irreflexivamente textos
de Jauretche que fueron escritos para otro tiempo, para otra economía, para una
escala de clases y valores sociales diferentes, y sobre todo para un mundo que
ha desaparecido. Ampararse en el pasado es confortable y solapear sus conceptos
también, por eso Cristina Kirchner lo mentó esta semana durante el debate del
presupuesto, y la senadora Pilatti Vergara se metió en un buen lío al aludir a
las "señoras gordas", concepto que Jauretche inventó cuando no podía
ni sospechar la cultura global de lo políticamente correcto. Nadie se pregunta
de qué potencias habría que emanciparse en un planeta donde los viejos
imperios, acorralados y en crisis por la globalización, se vuelven hacia
adentro y renuncian a sus estrategias internacionales. Salvo, claro está, que
los "compañeros" piensen en China, y tengan miedo de que su ciclo
expansivo nos pueda convertir alguna vez en su colonia. Discutir y releer a
Jauretche en 2018, cuando "vivir con lo nuestro" resulta
impracticable y exportar es un verbo de vida o muerte, sigue siendo fascinante,
pero únicamente de un modo testimonial y literario; pretender que sus
concepciones arcaicas sigan siendo el catecismo del progreso es una soberana
estupidez. Rebelarse contra don Arturo resultaría, sin embargo, un estimulante
ejercicio intelectual y sin duda una tarea educativa necesaria para bloquear su
rotunda colonización escolar; el problema es que más allá del fraseo constante
de sus máximas desactualizadas, los dirigentes peronistas no se manejan ni
remotamente por sus principios rectores, ni por sus libros leídos a fondo, sino
por una praxis de travestismos rápidos e iletrados, tacticismos de tránsfugas
analfabetos por opción y desvergonzados vaivenes de aventureros. Algunos, como
dice un sociólogo que conoce el paño, son oportunistas sin el menor sentido de
la oportunidad. Resulta escalofriante ver cómo dirigentes que durante la
"década ganada" operaron día y noche en los medios para convencer a
los periodistas y a la opinión pública de que la arquitecta egipcia era
siniestra, negligente y alienada, hoy corren presurosos a buscar su bendición,
a tejer contubernios o a ofrecerse como vocacionales defensores de oficio. O
personajes que ganaron elecciones tildando al kirchnerismo de asociación
ilícita de pronto abandonan sus "éticas" y anuncian que para vencer
al "diablo" bien vale colaborar con la Cosa Nostra. O angélicos
trabajadores sociales que sentían repugnancia por quienes le robaban al pueblo,
y ahora bruscamente se asocian con esos ladrones de guante blanco. No los guía
Jauretche ni la "sensibilidad social", sino el síndrome de
abstinencia del poder y la desesperación por conseguir el año próximo un
lugarcito bajo el sol. A medida que avanzan los meses y la economía, aunque en
emergencia, no estalla en mil pedazos (algo esperado y deseado por ellos) y
ningún líder de centro o de derecha asoma con capacidad real para atraer votos,
la gran coartada va cobrando forma. Se está armando una Unión Democrática
Peronista para derrotar al perejil que paga su fiesta, pero como ningún cacique
parece competitivo, resulta que la consigna "todos contra Macri "
se va convirtiendo en "todos con Cristina".
La conspiración entre gallos y medianoche realizada en el Consejo de la
Magistratura entre la Pasionaria del Calafate y el Camaleón de Tigre, en
compañía de otros prohombres de un pejotismo sin ideas ni ideales, ni lecturas
ni escrúpulos, constituye un ejemplo alucinante de esta reunificación. La
liberación del cepo judicial gracias a la cual los expedientes de corrupción
avanzaban y se procesaba a exfuncionarios y a empresarios, quedó seriamente en
duda. Juan Campanella, que suele representar a los millones de argentinos de a
pie que pujan por un país normal, lo resumió ayer de una manera cruda: "La
Moncloa de la mafia. Todo el arco peronista, con madurez envidiable, deja de
lado sus 'diferencias' en pos de la protección del choreo".
Resulta cada vez más claro que las políticas de la coalición gobernante
no son el resultado de su deseo, sino de la forzada y múltiple negociación.
Desde el principio fue un gobierno altamente condicionado, y rehén de sus duros
adversarios. Tuvo que negociar con los prejuicios generales, con una sociedad
pervertida por la gratuidad y con las arcas totalmente vacías, y con un
movimiento hegemónico que perdió las elecciones pero que sigue siendo dueño de varias
provincias y municipios, de amplias parcelas dentro de la administración
pública, de las cámaras de Diputados y Senadores, con mayorías inquietantes en
la Corte y en la Magistratura, con el poderoso sindicalismo de la Carta del
Lavoro y con un empresariado populista que no sabe competir y que apostó por
Scioli. A tal punto triunfaron Perón y Jauretche que la vieja oligarquía
terrateniente fue reemplazada por la oligarquía peronista. Y esos nuevos
conservadores, esos flamantes multimillonarios, constituyen una corporación de
corporaciones, condicionan la democracia y generan zonceras criollas en un
discurso que sería creíble si los resultados de sus sucesivas gestiones no
demostraran palmariamente su fracaso catastrófico. Existe un país posible y común
para las dos Argentinas (la nacionalista y la republicana), pero para eso sería
necesario un acuerdo centrista y la anulación de las pulsiones antisistema, que
conducen al delirio, la ruina y al autoritarismo. Esa resultaría, como quería
Jauretche, una moderna "solución argentina para argentinos". Pero no
se realizará mientras la ideología imperante sean la extorsión, la codicia, el
panquequismo, el anacronismo, la conjura y la impunidad.
© La Nación
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