Por Carmen Posadas |
¿Se imaginan que todo bicho viviente fuera por ahí diciendo lo
que piensa? El mundo se convertiría en un lugar insufrible. La mentira cumple
una función en la sociedad y probablemente ni siquiera existiría la
civilización sin ella.
Sin embargo, no es de las ventajas de la mentira de
lo que quiero hablarles, sino de una curiosa paradoja relacionada con ella.
Nunca antes en la historia ha habido tanta posibilidad de averiguar la verdad.
Todo está en Internet si uno sabe dónde buscar, de modo que los farsantes que
antes se dedicaban a ‘fabricar’ su pasado están ahora a un clic de que los
desenmascaren. Lo mismo ocurre con los estafadores, con los criminales que,
hasta hace poco, podían esquivar la ley o desaparecer para siempre sin dejar
rastro. Ahora, en cambio, lo más probable es que caigan como pichones por una
multa de tráfico o por una indiscreta foto en Facebook en la que aparezcan
tomándose una caipiriña en Búzios.
Pero tampoco es de la siempre apasionante historia
de los malhechores y farsantes desenmascarados de lo que quiero hablarles, sino
de otro efecto colateral de este mundo hiperconectado en el que vivimos y de
cómo el exceso de información que recibimos a diario logra que uno esté más
desinformado que nunca. También de cómo semejante sobredosis no solo hace que
triunfe la trola, el infundio y el cuento chino, sino que, además, propicia la
absolución del mentiroso. Esto es así no solo porque, como señaló el viejo
Goebbels, una mentira mil veces repetida acaba convirtiéndose en verdad.
También, o mejor dicho sobre todo, porque en
política, como en otros órdenes de la vida, el que resiste gana. He aquí
algunos ejemplos. Tras su meteórica llegada a la Moncloa, Pedro Sánchez, aún
bisoño, cometió la ingenuidad de entregar la cabeza de dos miembros de su
gobierno, la del ministro de Cultura y Deporte y la de la ministra de Sanidad,
antes de descubrir lo que su homónimo Donald Trump ya había descubierto mucho
tiempo atrás. Que basta con poner cara de póker, aguantar el tirón durante una
semana echando balones fuera para que se olvide cualquier inoportuna revelación
por escandalosa que sea. ¿Que se me acusa de juego sucio con los rusos en mi
campaña electoral o incluso de acoso sexual? La culpa es de las fake
news y del The New York Times.
Así funciona este método de resistencia política
que ha de practicarse impasible el ademán y tieso el tupé. Y la receta sirve
para que se olvide todo, incluso las tropelías más brutales. Como el
descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi a manos de los esbirros del
heredero al trono de una satrapía amiga. Lo preceptivo es primero poner el
grito en el cielo, amenazar con represalias y bravuconear un par de días para
luego ir bajando el diapasón a la espera de que aparezca otro escándalo que
eclipse tan incómoda e inoportuna infamia. Y, por supuesto, aparece, porque
otro de los fenómenos inquietantes de estos tiempos atropellados es que cada
vez se desdibujan más esas líneas rojas que entre todos nos hemos dado y antes
nadie se atrevía a sobrepasar: las que velan por que no se infrinjan
ciertas normas elementales, las que hacen que los delitos –los cometa quien los
cometa– tengan su castigo…
Por eso, la verdad ya no es la verdad ni la mentira
es la mentira. Nadie es responsable de nada porque basta con esperar un par de
semanas y todo se pasa, todo se enfría, todo se olvida. Y a todos los poderosos
y a todos los partidos políticos les viene de perlas esta amnesia general.
Porque, si por un lado un mundo hiperconectado hace más fácil destapar sus
miserias, esa misma sobredosis informativa logra que toda infamia dure lo que
un suspiro. Y mientras evoluciona y crece este carnaval de escándalos,
nosotros, asombrados ciudadanos, nos preguntamos: ¿cuál será el límite ahora
que ha desaparecido todo límite?
© XLSemanal
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