Por Alberto
Olmos
A los que somos padres de niños pequeños nos pone
muy nerviosos que alguien afirme que las vacunas provocan autismo. Proclamar
que la Tierra es plana genera menos inquietud, más bien risas o descrédito,
pero ahora se oye mucho.
También hay quien niega que seis millones de judíos
fueran exterminados en los campos de concentración nazis o que Franco fuera un
dictador sanguinario. Por negar, se niega hasta el
cambio climático, la llegada de Colón a América, la utilidad de los
jabones y de la pasta dentífrica y el 12-1 del España-Malta.
Yo una vez negué la ley de la gravedad, así sin
más. Por eso me voy a poner del lado de los locos y de los miserables, de los
bromistas y de los manipuladores.
Negué la ley de la gravedad en la terraza de un
bar. No recuerdo muy bien el motivo, ni si aporté algún argumento. Lo que sí
recuerdo es que estuvimos veinte minutos hablando de si existía o no una
gravedad legislada, y cómo era y qué pruebas había de ello. Esto tuvo varias y
evidentes ventajas: nos dio que hablar, nos dio que reír y nos dio que pensar.
Hay una frase de Jünger (aunque, en puridad, todas
las citas son de Adorno) que le he oído muchas veces a Rafael Reig: La ideología no tiene exterior. Esta imagen del
exterior imposible habilita a mi juicio la libertad de expresión hasta extremos
muy incómodos. Sólo permitiendo la estupidez, la imprecisión, la manipulación o
los frutos verbales de la ignorancia podemos acotar una verdad; o acaso una
verdad, que dijo el poeta.
Cuando alguien afirma que la Tierra es plana, la
mayoría de la gente lo toma por un pirado. Sin embargo, la mayoría de la gente sabe que la Tierra es redonda con
una convicción indistinguible de aquélla con la que sabría que la Tierra es
plana si fuera eso lo que le hubieran enseñado. En la Edad Media, la gente que
hoy cree que la Tierra es redonda creía que la Tierra es plana, y el loco era
aquel que decía que era redonda. Esto ya nos da el primer aviso y el primer
beneficio de permitir que la gente diga chorradas: nos hacen pensar qué sabemos
realmente. Realmente no sabemos nada. Nuestro saber es una confianza
institucional, una delegación del conocimiento.
Por otro lado, que alguien diga que Franco era un
gran hombre, que Pinochet salvó a Chile del comunismo o que Hitler no hizo más
que repartir amor por Europa nos repugna indeciblemente, pero yo creo que no
debería constituir delito. Hay algo muy débil en una sociedad que muestra temor
a la práctica del delirio o de la discrepancia alucinada. Resulta inquietante
que se persigan las afirmaciones o teorías demenciales no sea que alguien más
se las crea, porque eso quiere decir que nos creemos cualquier cosa,
que no somos adultos ni disponemos de capacidad analítica, y que, de hecho, lo
que nos creemos pudo ser a su vez el delirio de alguien. Y a veces pasa que lo
que ahora nos creemos fue una vez el delirio de alguien.
Por ello, Iker Casillas hace muy bien en dudar de
que alguna vez un hombre pisara la Luna. Déjenle. ¿A cuántos de nosotros se nos
hubiera pasado por la cabeza la posibilidad siquiera de que fuera falso el
alunizaje de Neil Armstrong y compañía? A mí no se me hubiera ocurrido nunca
que el partido entre España y Malta que vi alborozado de pequeño estuviera
amañado. Estas proposiciones entre contrafactuales y fabulosas no son
defendibles en cuanto a la realidad que fundan, sino por su capacidad para
ponernos en alerta sobre aquello que damos por supuesto. Como dice Fernández Mallo en
la primera frase de Trilogía de la guerra:
“Damos tantas cosas por supuesto”.
Además, resulta vertiginoso asistir al poder
desestabilizador del lenguaje, comprobar cómo el solo hecho de poner en
palabras algo que nunca antes se nombró o afirmó (“las vacunas provocan
autismo”) le confiere un estatuto de realidad aproximada que nadie puede
ignorar completamente —salvo los expertos en el asunto—. A fin de cuentas, nada
sabemos la mayoría sobre vacunas, galaxias o hechos históricos acaecidos antes
de nuestro nacimiento y, por eso, uno de los puntales de la vida es, no ya
creer, sino querer creer, esa fe en la comunidad.
Este “querer creer” es el que explotan los curanderos
y los charlatanes, las conspiraciones más difundidas y los secretos a voces
abiertamente inverosímiles. Queremos creer concluyentemente. La balanza debe
inclinarse hacia un lado o hacia el otro. Si no sabemos quién mató a
Kennedy, cualquier posibilidad disfruta del magnetismo de la verdad.
Si hay que elegir entre que las vacunas sean inocuas o causen autismo, siempre
habrá público para la segunda opción porque, como verdad minoritaria, es
atractiva; e incluso como mentira resulta un tanto romántica, por anti-sistema.
Pero no se puede prohibir la memez o el disparate que más nos molesta o repugna
porque la verdad necesita de los fiscales de la mentira; las mentiras siempre
ponen a prueba la verdad, que sin ellas quedaría reducida a cristalización, olvidando su cualidad más humana:
la estimación. Vamos buscando la verdad, en fin.
Control
¿Qué pasa con las tetas?, se preguntarán
llegados a este punto. Lo cierto es que no existe una libertad de expresión
total fuera de las leyes que persiguen determinados enunciados. Nadie dice
siempre todo lo que quiere, incluso si cree que es verdad o resultará inocuo.
Vivimos sujetos a lo que los demás pensarán de nosotros. Yo demuestro lo que me
importa lo que los demás piensen de mí titulando este texto Tetas sobre Tierra plana, por ejemplo.
El control que algunos parecen pedir a la ley para
que determinadas cosas no se digan (“el holocausto fue un montaje”) lo ejerce
ya la propia reputación. Casi todos huimos de alguien que niega el holocausto,
reconvenimos a quien ve veneno en las vacunas o miramos con desdén a un grupo
de hombres que llevan chapitas donde puede leerse: “I
love tetas”. Es por eso que hay tan pocas chapitas de
“I love tetas”.
Sin embargo, la policía de Pamplona se dedica a
requisar este tipo de lemas groseros como si fueran trozos de plutonio tirados
en un parque infantil, en los San Fermines. Obviamente me parece de un mal
gusto inalcanzable ponerse una chapita de “I love tetas”,
como me parece de un mal gusto inalcanzable ponerse en la cabeza una diadema
con un pene de plástico, pero estoy a favor de que la gente pueda hacerlo.
La libertad de expresión no consiste en que todos
digamos y mostremos exactamente las mismas cosas correctas, sino en cuáles de
las incorrectas permitimos que se aireen. La grosería, la estupidez y la ignorancia
son especies protegidas de la libertad de expresión. Sin ellas, toda verdad
acabaría por parecer siniestra.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
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