Por Alberto Olmos
Creo que se quedan siempre cortas las condenas
relacionadas con la libertad de expresión.
Se quedan, de hecho, a la mitad. Un tipo pinta un cuadro donde se mezclan
santidad y sodomía, lo expone en un pueblo de mala muerte en Asturias, la
Iglesia lo detecta, lo denuncia, hace ruido, toda España conoce de pronto a un
artista normalmente mediocre y puede contemplar la obra en sí, indeciblemente
residual.
En este caso no tan inventado, la Iglesia tiene, como poco, la misma
culpa que el artista en el delito de sacrilegio; ha sido, digamos, eco
necesario.
El eco necesario debería incluirse en el código
penal. Es decir, el ofendido debería ser también condenado. Yo he sido toda mi
vida aficionado al rap en español, y nunca me hubiera encontrado con las
canciones de un rapero tan malo como Valtonyc sin
esa campaña que se ha hecho en su contra. Ya Violadores del verso incluía
en su gran disco de 2001 Vicios y virtudes (que
firmaron como Doble V) estas rimas: “Vengo del mejor grupo que parió una puta
llamada España, puta España, ¿ok?, me cago en el rey” (Trae ese ron), y nadie se escandalizó, nadie denunció,
la canción tiene 1.657.842 reproducciones en Spotify. La canción más popular de
Valtonyc tiene sólo 107.694. ¿Persigue la Justicia el rap malo o es que todos
hemos perdido oído musical para la libertad de expresión?
¿Quiénes son los ofendidos? Ésa sí es la
pregunta que quiero hacerme en este texto. Obviamente, lo primero que
contestaremos es que los ofendidos por un cuadro que mezcla sodomía y santidad
son los creyentes y la Iglesia; y los ofendidos por un chiste sobre gitanos son
los gitanos; y los ofendidos por un poema machista son las mujeres. Sin
embargo, no es así. El eco necesario que producen estos cuadros, estos chistes
y estos poemas se debe normalmente a personas que ni son creyentes ni son
gitanos ni son mujeres ni son negros ni son refugiados ni son transexuales ni
son gays ni son enanos ni son ancianos ni son
víctimas, o desde luego no son todas esas cosas a la vez. Son el ofendido
oficial, una especie de acreedor moral.
¿Por qué se ofenden? Pongamos otro
ejemplo de actualidad: negro. Negro literario. Quizá un negro ha escrito la
tesis de Pedro Sánchez. Ha habido gente que ha parado el debate, la maquinaria
entera de la política española, para apuntar que, oye, a lo mejor eso de
“negro” es racista. A nadie se le había ocurrido. Llevo oyendo toda la vida la
expresión “negro literario” y nunca se me pasó por la cabeza que
contuviera ofensa alguna. Hay que reconocer que los ofendidos tienen una
ambición insaciable: todo les da la razón.
Cuando un ofendido tuitea que eso de llamar negro a
lo que los ingleses llaman —con suma elegancia, hay que reconocer— “escritor fantasma” es racista, ¿qué consigue? Y cuando
ningún negro —que yo sepa— ha dicho nunca en veinte años que llevo oyendo lo de
“negro literario” que el término le resultara ofensivo, ¿es que no se daba
cuenta de lo que le debe ofender? ¿Son los negros, los gitanos o las mujeres
incapaces de saber que les están ofendiendo? ¿No es ofensivo que te ofendas tú
por cosas por las que no se ofenden ni ellos?
Entonces tenemos a este tuitero, a estos mil
tuiteros, a algún articulista, diciendo: eso de “negro” es racista, y su
denuncia, su señalamiento, los eleva, los hace mejores porque quieren
mejorarnos. Y ya está. El ofendido no quiere otra cosa que su propio
enaltecimiento. No denuncia para reparar daños, sino para
hacer caja moral. Busca oportunidades de negocio. Como la
competencia es muy dura, el talento del ofendido acaba siendo una vigilancia
psicótica de la realidad, una búsqueda paranoica de ofensas que aún no hayan
sido propagadas. Cambiando de dirección el refrán, no se ofende quien quiere,
sino quien puede; quien puede usurpar una pequeña renta de virtud.
Otro ejemplo actual: el nuevo cacharro de Apple es machista
porque su excesivo tamaño dificulta su uso por parte de las mujeres, que tienen
las manos más pequeñas. Dense cuenta del esfuerzo sobrehumano que hace falta
para encontrar esta mina de oro.
Así las cosas, hemos de consignar sin ambages lo
siguiente: a un ofendido no le importa lo más mínimo el negro, el enano, el gay
o la mujer. De hecho, si me apuran —y aunque no me apuren—, es aún peor: creo
que los ofendidos, muchos de ellos, practican lo que en Breaking Bad Gus Fring llamaba “esconderse a la vista de todos”. Es decir, un ofendido
oficial es siempre una persona que nos está alertando, sobre todo, contra sí
mismo. ¿Qué pretende ocultar ofendiéndose sistemáticamente?
En el monólogo Freedumb de Jim Jefferies hay un momento
singularmente luminoso que apunta en esta misma dirección. Después de hacer sus
chistes sobre violaciones al hilo de las casi 60 denuncias que ha
recibido Bill Cosby por acoso o agresión sexual, y de
explicar los problemas que esos chistes le llevan dando durante toda su
carrera, dice: “¿Sabéis quién no hizo nunca chistes sobre violaciones en
sus shows? ¿Quién fue siempre limpio, impoluto y perfecto?
Bill Cosby.”
Otro monologuista que me ha enseñado mucho sobre
los ofendidos es Anthony Jeselnik. Yo creía que
Jefferies era el non plus ultra de la libertad
de expresión hasta que vi Thoughts and Prayers,
de este psicópata. Esa es su voz: la del psicópata. ¿Es Thoughts and Prayers gracioso? No podría afirmarlo. ¿Es
fascinante? Sin duda.
Viendo el monólogo de Jeselnik resulta difícil no
sentir vergüenza por el escándalo de dos semanas de duración que provocó el
español Rober Bodegas por tres minutos de chistes sobre
gitanos. Jeselnik sale al escenario a hacer única y exclusivamente chistes
sobre gitanos, sobre niños muertos, sobre víctimas de atentados. Y lo ponen en
Netflix. Recuerdo esta parte de su rutina: “¿Quién dijo que el primer millón
era el más difícil? ¿No fue Hitler?”.
Su monólogo trabaja sobre una especie de umbral de
resistencia que el público intenta ignorar. Los espectadores creen que lo han
visto, oído y pensado todo, que nadie puede sorprenderles. La única meta de
Jeselnik es decir cosas que no eres capaz de soportar. No es humor (algunos lo
llamarían post-humor), es casi terapia de
choque. La prueba de que asistir a este monólogo tiene algún valor es que uno
no puede evitar verlo entero y, cuando ha terminado, está muy lejos de haberse
vuelto más racista, más insensible o más nazi. De hecho, uno cree con más
firmeza en la bondad humana después de salir vivo de una figuración satírica
del discurso opuesto.
Jeselnik cuenta en la segunda mitad de su monólogo
que, desde hace años, ha tomado por costumbre hacer chistes sobre grandes
desgracias justo el día en el que se producen. Por ejemplo, hubo un tiroteo en
un cine donde tenía lugar una première del
nuevo Batman y él tuiteó, horas después: “Aparte de eso, ¿qué tal la
película?”.
Que los espectadores se rían de este tuit ya nos
daría para todo un opúsculo sobre aquello que decía Woody Allen de que la comedia es tragedia más
tiempo. Han pasado años desde aquel atentado y los chistes a su costa resultan
menos escabrosos (pero recordemos que Jeselnik lo tuiteó el mismo día del
tiroteo). Porque lo que nos interesa aquí es lo que Jeselnik cuenta a
continuación: “No me río de las víctimas. De quien me río cuando hago un chiste
en Twitter el día de una tragedia es de la gente que ve algo horrible en el
mundo y corre a Internet y escribe exactamente lo mismo: Mis pensamientos y
oraciones… ¿Sabéis el valor que tiene eso? Ninguno. Menos que nada. No les das
ni tu tiempo ni tu dinero ni mucho menos tu compasión. Lo único que haces es
decir: ‘No os olvidéis de mí hoy’. Esa gente merece que se rían de ella.”
Ésa es la función de estos chistes el-día-de-la-desgracia, hacernos pensar en qué
significan realmente esas condolencias
el-día-de-la-desgracia. ¿Je suis Charlie?
¿En serio? ¿Lamentas los atentados o deseas ser visto lamentando los atentados?
¿No nos hacemos demasiados selfies pasando el brazo por encima de los hombros
de las grandes tragedias de nuestro tiempo?
Jeselnik fue conminado por los jefes de la cadena
que emitía su programa a borrar uno de esos tuits, bajo la amenaza de ser
despedido. Jeselnik se negó. Luego amenazaron con despedir a todo su equipo, y
ahí tuvo que doblegarse. “En cuanto borré el tuit me cabreé. Me arrepentí. Me
cabreé por traicionarme y traicionar todo en lo que creía. Estoy tan cabreado
hoy como entonces.”
Y ésa es la lección frente a los ofendidos por un
chiste o una broma o un artículo: no hay que retirarlos nunca.
© Zenda – Autores, libros y compañía
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