Por Alberto Olmos
A mi modo de ver, no hay ninguna posibilidad de que
una canción sea delito. Igualmente, veo injustificable que un libro se
secuestre o se prohíba, o una película, o un cuadro. El arte y el pensamiento
se desarrollan en un marco donde se prueba a decir, y
tanto los espectadores o lectores como los propios artistas son perfectamente
conscientes de ello.
Hace meses, hubo una declaración muy simpática
respecto a este asunto. Acababan de condenar al rapero Valtonyc por algunas de sus letras y un concejal
—creo— afirmó algo como esto: “Así que lo que es ilegal en el día a día se
convierte en legal si lo canto… ¡Basta con rapearlo!”. La verdad es que el
argumento tenía fuerza: uno no puede decir “hay que matar al presidente del
gobierno de España” en un comunicado de prensa, pero sí puede incluir esa frase
como verso en una canción si encuentra una rima para la palabra España, y
le pone flow.
Sin embargo, el concejal acertaba. Las mismas
palabras que son delito en determinados espacios se vuelven impunes en una
canción, un poema o un relato. A fin de cuentas, ¿quién las dice? ¿Quién es
Valtonyc? ¿Qué registro civil o policía de nombres artísticos dispone de una
ficha donde diga “Valtonyc”? ¿O “Humbert Humbert”?
Jim Jefferies tiene un monólogo titulado Freedumb donde se hacen chistes sobre violaciones. Jim Jefferies es
probablemente el cómico de stand up que
más lejos ha llevado la libertad de expresión en el humor. Tras soltar varios
de sus chistes sobre violaciones, hace una pausa para, como muchos otros
humoristas hoy en día (Ricky Gervais en Humanity, por
ejemplo), excusarse o explicarse o matizarse. Esto —como digo, muy común ya
entre los cómicos más arriesgados— no deja de ser una concesión algo penosa a
los puritanos y alarmistas; pero sigamos. Y dice: “Defenderé los chistes
misóginos como defenderé los chistes sobre violaciones… Estoy bromeando. Esto
es una actuación. Soy un artista. ¡No es una charla TED!”
Y añade: “Escribieron un artículo horrible sobre mí
con el titular: No se bromea con la violación.
(…) Esa mujer escribió un artículo sobre mí y trascribió cada palabra que dije.
Odio eso. Y os diré por qué. Porque en esta vida sólo valgo para decir cosas
horribles y aun así parecer simpático. Si le quitas todo eso… Si lees mi
material, no es nada bueno”. Y concluye: “Hay una diferencia de la hostia entre
lo que pienso y lo que pienso que suena gracioso”.
Lo que afirma Jim Jefferies tiene todo el sentido y
apunta hacia una de las trampas que desde la mojigatería o el sesgo ideológico
se tiende a la libertad de expresión: la literalidad.
Aunque Jefferies haya dicho unas palabras horribles exactamente igual a como
luego figuraron en un artículo, lo cierto es que las ha pronunciado de viva
voz, sobre un escenario, enriquecidas por gestos, muecas y pausas, y ante un
público que ha pagado su entrada y sabe que lo que oye es un discurso
minuciosamente preparado para hacerle reír. ¿Cómo va a ser lo mismo entonces lo
que sin duda —palabra por palabra— es lo mismo?
Cuentan que Billie Wilder asistió
al estreno de una adaptación cinematográfica que se había hecho del libro Mein kampf; sí, el de Adolf Hitler. Su comentario
a la salida del cine fue éste: “Me gustó más el libro”. ¿Le gustaba a Wilder
el Mein Kampf? Wilder lo dijo textualmente: “Me gustó más
el libro”. Si uno se empeña —y muchos se empeñan hoy—, esas palabras
justificarían considerar filonazi a Wilder y arruinar su reputación.
Si el sentido literal se llevara al extremo, todos
deberíamos pasar por el juzgado más o menos una vez a la semana. “Habría que
matarle”, decimos de un amigo que llega tarde por enésima vez. “Es para
matarte”, “te mato gratis”, “muérete”, decimos a su vez en ocasiones tan
banales como un error, un olvido, una propuesta que no nos encaja o simplemente
porque estamos de mal humor. ¡Señor juez, mi amigo me ha dicho que me va a
matar! Y efectivamente lo ha dicho.
Si el habla sólo admitiera interpretaciones
literales, es decir, una especie de autopsia sobre
papel judicial donde se analizara un significado neto (sin
ironías, dobles sentidos, ambigüedades o códigos personales), todos seríamos
nazis, difamadores, calumniadores o machistas. Por eso es tan fácil hoy en día
acusar a cualquiera de nazi, difamador, calumniador o machista.
En Mi último suspiro le
preguntaban a Luis Buñuel qué haría si fuera
nombrado mágicamente presidente del mundo entero. Y Buñuel contestaba:
“Exterminar a dos mil millones de personas”. ¡Hay que prohibir las películas de
Buñuel!
Como vemos, la literalidad arrasaría con todo
—desde el habla diaria a la cultura en su conjunto—, y lo haría gracias a un
recurso literario que empleamos profusamente: la hipérbole.
Así, Buñuel sólo piensa que uno de los problemas
del planeta es la superpoblación. Eso es lo que a él le preocupa: somos
demasiados, quizá habría que tomar medidas, controlar de alguna forma el
crecimiento de la población humana. Pero, por su carácter, quizá por su propio
personaje de director de cine algo bruto, o porque le apetecía provocar, dijo:
“Exterminaría a 2.000 millones de personas”. Lo cual, encima, resulta gracioso.
Hay personas que preferirían que España fuera una
república. Ya está. La Constitución ampara su derecho a decir que la forma del
estado que ellos prefieren no es justamente la que ahora está implantada en
nuestro país. La noción “prefiero que España sea una república” puede modularse
de infinitas maneras en virtud de la hipérbole, desde “abajo la monarquía” a
“fusilemos a los Borbones”, y aderezarse además con groserías, burradas o
imágenes truculentas, pero detrás de todo eso sólo hay una misma posición
política perfectamente respetable y nada descabellada: prefiero república en
lugar de monarquía.
Si bien en una obra de ficción la presencia de un
personaje misógino, faltón, obsceno o radicalmente republicano o reaccionario
es entendida enseguida como una creación del autor —salvo cuando toda la novela
es el discurso de un misógino o un nazi, entonces hay más problemas—, en las
canciones se identifica de inmediato al que canta con lo que está cantando. Sin
embargo, recordemos que Ana Torroja, en Mecano,
daba voz en algunas canciones al relato de un varón (“Y nos metimos en el
coche, tu amiga, mi amigo, tú y yo”), y nadie se extrañaba. Asimismo uno puede
dar voz en una canción a —por ejemplo— un maltratador.
Es lo que hace Loquillo en La mataré, una estupenda canción compuesta
por Sabino Méndezque Loquillo dejó de interpretar durante
algunos periodos de su carrera aduciendo que prevalecía el derecho a la vida
sobre el derecho a la libertad de expresión (!). ¿A quién mataba quién en esta
canción?, puede uno preguntarse. ¿Dónde queda dañado el derecho a la vida
porque alguien haya encontrado inspiración en pulsiones violentas para escribir
una canción? ¿Sólo pueden escribirse canciones y novelas desde el punto de
vista de una persona que prepara amorosamente una tarta de manzana para sus
nietos? ¿Cuánta gente ha muerto por leer American Psycho o
porque otro haya leído American Psycho?
Es curioso en este sentido la cantidad de canciones
de los años 80 que hoy en día resultan intolerables: Todos los paletos fuera de Madrid, Todos los negritos tienen hambre y frío, Cuánta puta y yo que viejo o Me gusta ser una zorra —si no se resignifica desde el
feminismo.
En algunos de los cedés que comprábamos hace ya
tantos años solía incluirse la advertencia: “No leer las letras sin escuchar el
disco”. Es decir, no leer sin la música. Con las palabras creativas, tanto de
una canción como de un monólogo o de una novela, puede decirse algo similar: no
leer sin la máscara. El cantante canta enmascarado, poniendo voz a un
enamorado, a una niña, a un obrero o a un muerto; incluso canta con la máscara
de sí mismo, pues uno mismo no tiene un carácter diamantino e invariable, de
pedernal, y hay momentos en los que nos dejamos ir y somos groseros,
intolerantes, brutos, despreciables o lascivos. Personalmente encuentro fascinante
explorar esos rincones, ser lo que no soy o ser excesivamente lo que sólo soy
un poco. Y por eso me gustan escritores como Houellebecq o Despentes,
cantantes como la Mala Rodríguez o Kaka de Luxe,
y cómicos como Carlos Ballarta o Dave Chappelle:
ponen a prueba cuanto sé de mí.
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