Por Javier Marías |
Al parecer se había producido una
subida de tensión que afectó a todo mi edificio y a otro cercano, culpa de la
compañía eléctrica y no de los usuarios. Luego, cada cual fue descubriendo sus
desperfectos y sus ruinas. A una agencia de viajes se le habían fundido todos
los ordenadores. Yo comprobé que se me había quedado muerta la máquina de
escribir, y mis lectores saben lo que hoy me cuesta encontrarlas (por suerte
conservaba una de repuesto). También el fax-contestador, que aún me era útil y
resulta insustituible. El calentador del agua, el cargador del móvil, unos
teléfonos, el mencionado vídeo, el equipo de música entero. A mi regreso, la
compañía me anunció que se encargaría de reparar lo reparable y me abonaría lo
estropeado sin remedio. Me visitó un técnico muy amable, que se llevó al taller
cuanto preveía que podría arreglarse. De lo que no, compré sustitutos, los que
me fue posible. El hombre fue viniendo y volviendo. Algunas cosas las creía
reparadas, pero seguían sin funcionar. Lo que más tardé en recuperar fue el
equipo de música, unos cuatro meses.
Y durante ese tiempo me di cuenta de que, así como puedo
estar sin escribir, y sin leer, y sin ver televisión (más me cuesta no ver
películas), me es imposible no oír música. Bueno, posible me es, claro, pero lo
paso mal y la echo de menos más que ninguna otra cosa. Nada más levantarme, y
mientras me despejo, pongo un CD que me ayude a retornar a la vigilia. Y
siempre suena música mientras hago tareas compatibles con ella: no escribir ni
leer libros, pero sí leer prensa, contestar y mirar correspondencia, ordenar y
limpiar. Me ayuda a apaciguarme cuando me indigno, me alegra cuando me decae el
ánimo, y a veces me ofrece modelos rítmicos que anhelaría reproducir cuando escribo.
Durante esos cuatro meses en que no pude oírla, y precisamente por no poder, me
venían unas ganas locas de oírlo todo, desde Bach, Beethoven y Schubert hasta
Presley, Burnette y Checker. Desde Monteverdi y Bartók y Pergolesi hasta Waits
y Lila Downs y Nina Simome y Knopfler y mi ídolo Dylan, cuyo Premio Nobel
celebré merced a un amigo londinense, poeta y librero, que me escribió en su
día con alivio: “Es un poco raro, pero al menos no lo ha ganado Atwood. De
haber sido así, un colega mío y yo teníamos previsto arrojarnos al Támesis
desde el puente de Hammersmith, considerando que no valía la pena seguir
viviendo en un mundo en el que esa autora fuera Nobel”. Así que Dylan salvó de
la muerte a alguien a quien mucho aprecio, algo más en favor suyo. Pero, por no
poder poner música, se me antojaban en aluvión las mayores rarezas, que pocas
veces escucho: un CD con veintisiete versiones de “High Noon”, la canción de
Solo ante el peligro, incluidas una pomposa en alemán y dos ratoneras en danés.
Uno con otras tantas de “La Paloma”; los calipsos que cantó con mucha gracia el
actor Robert Mitchum; la narración, en la extraordinaria voz de su director
Charles Laughton, de La noche del cazador, junto con fragmentos de su banda
sonora. Canciones sicilianas nostálgico-siniestras, música irlandesa en la
admirable voz de Tommy Makem. El breve “Carillon des morts” de Corrette. El CD
de Telemann que de hecho oía cuando tuvo lugar la avería, interpretado por mi
sobrino Alejandro Marías (violonchelo) y mi hermano Álvaro (flauta), entre
otros…
No han sido los únicos músicos de mi familia. Mi tío Odón
Alonso fue director de orquesta. Mi tío Enrique Franco fue crítico en la radio
y en EL PAÍS hasta su muerte. La música, supongo, ha estado presente en mi vida
desde siempre, quizá por eso la echo tanto en falta. Al cabo de unas semanas de
abstinencia, me di cuenta de que silbaba y tarareaba mucho más de lo que suelo:
si está uno privado de melodías, las reproduce como puede. Y entonces caí en
que esas dos actividades, silbar y tararear, eran frecuentísimas en mi infancia
y adolescencia, mientras que ahora están casi desaparecidas. Uno oía silbar a
los hombres por la calle (todos se conocían la propia “Solo ante el peligro”,
por ejemplo, y “El puente sobre el río Kwai”, entre otras muchas), y canturrear
a las mujeres mientras se arreglaban o atendían sus quehaceres. Tal vez por eso
los españoles sabían entonar y no desafinaban en exceso, a diferencia de lo que
hoy ocurre. No había música por doquier (a menudo indeseada y atronadora, como
la que invade las calles desde las tiendas), y no se creía, como creen los
famosos concursantes, que cantar bien consiste en vocear a pleno pulmón y con
espantosas “rúbricas”. No solemos acordarnos de que a lo largo de la historia
la humanidad sólo oía música cuando alguien —rara vez— se la tocaba, o cuando
ella la reproducía con sus voces y sus silbidos. Hasta que uno la pierde, no
repara en nuestra inmensa suerte de haber nacido en esta época, en la que uno
elige qué y cuándo, y milagrosamente lo oye.
© El País Semanal
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