Por Carmen Posadas |
Los partidarios de esta postura sostienen que la
llamada ‘ley mordaza’, ahora en vigor, ha propiciado que los jueces impongan
penas de cárcel a artistas que solo pretendían hacer humor o sátira y ponen
como ejemplo los casos de Willy Toledo, imputado por denigrar a la Virgen del
Pilar, o Javier Krahe, acusado de cocinar un Cristo crucificado en un corto de
Canal Plus.
También el del rapero Valtònyc, que en una de sus
creaciones afirmaba: «El Rey tiene una cita en la plaza del pueblo y una soga
al cuello, puta policía, puta monarquía». Expresiones artísticas graciosísimas
y llenas de talento, como ustedes mismos pueden comprobar, que han contribuido
a aumentar la popularidad y también el caché de estos simpares creadores. Y más
aún que contribuirán, porque como señaló en el congreso Mikel Legarda, del PNV,
«las manifestaciones artísticas, políticas o ideológicas, aunque sean
oprobiosas, injustas u ofensivas, no deben tener reproche penal».
Paralelamente a este debate se habla cada vez más
de delitos de odio, recogidos hasta ahora en el artículo 510 del Código Penal.
Según este artículo, cometen delitos de esta naturaleza quienes fomenten el
odio por razones de ideología, creencia, etnia, raza, nación, sexo, orientación
sexual o por razones de género, enfermedad o discapacidad. Pero, yo me
pregunto, si este precepto va a adaptarse ahora a las nuevas sensibilidades de
la sociedad, ¿cómo se hará? ¿Se expurgará de modo que sí cometen delito de odio
quienes vilipendien determinada raza u orientación sexual, por ejemplo, pero
no, en cambio, quienes ofendan los sentimientos religiosos porque estos son una
antigualla poco acorde con el sentir de los tiempos?
Si el criterio es aggiornar, hay que
decir que el artículo 510 tiene varias lagunas. No contempla nuevos
comportamientos que florecen en Internet, como el ciberacoso, la incitación al
suicidio o la mofa por la muerte de alguien (no hace mucho de un niño al que le
gustaban los toros y falleció de cáncer).
Personalmente no entiendo la dificultad en
tipificar estas actitudes si se racionalizan las penas y se adecuan al más
elemental sentido común. No es lógico (ni tampoco sensato) que al rapero
Valtònyc se le condene a tres años de cárcel por cantar «puta policía, puta
monarquía». Al fin y al cabo, lo único que se consigue con castigo tan
desproporcionado es convertirle en una víctima, reforzar su popularidad y, de
paso, también sus ingresos. Recuérdese, además, que el tal Valtònyc, al conocer
la sentencia, huyó a Bélgica, donde los jueces negaron su extradición porque
los hechos que se le imputaban no están tipificados en ese país. ¿No
hubiera sido mucho más sensato, en vez de convertirle en un protomártir de la
libertad de expresión, ponerle una multa de las de abrigo?
«El precio de la libertad de expresión es tener que
soportar un montón de basura», argumenta el magistrado progresista Joaquim
Bosch, mientras que otro colega suyo afirma que esa misma libertad de expresión
ampara a los bocazas. Yo añadiría que no solo los ampara, sino que los fomenta.
Incluso hace que proliferen como setas porque, como, en efecto, es cierto que
la ley es anacrónicamente severa con este tipo de delitos, cualquier artista
falto de talento que quiera tener su minuto de gloria ya sabe lo que tiene que
hacer.
De ahí que ahora que se ha decidido revisar la ley,
sería bueno adecuarla a los tiempos. No solo porque no es muy coherente que se
cataloguen como delitos de odio ciertas actitudes sí y otras no dependiendo de
quién sea el ofendido, sino porque, en el caso de artistas talentosísimos como
los antes mencionados, más eficaz sería hacer que se rasquen el bolsillo. Eso
sí que duele.
© XLSemanal
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