Por Arturo Pérez-Reverte |
Era evidente que ninguno de los
indignados guardianes del espíritu picassiano había leído el libro, donde el
pintor aparece en un par de capítulos, tratado con suave humor y todo el
respeto que como inmenso artista merece. Pero daba igual. Según esos bobos, al
hablar del dinero cobrado yo ofendía al artista. Y claro. Por lógica
inferencia, y ahí está el punto, también ofendía de rebote a toda la izquierda;
y con ella, a la parte más noble y admirable de la humanidad en general.
Etcétera.
Así que, con permiso de ustedes y goteante el
colmillo, voy a poner algunos pavos a la sombra. Empezando porque, aparte lo
que ya había leído y escrito antes sobre el arte y la guerra –a mi novela El
pintor de batallas me remito–, para la historia parisina del espía franquista
Lorenzo Falcó, Sabotaje, tercer volumen de la serie, refresqué y estudié
despacio todo lo publicado sobre Picasso y el Guernica. Así que cuando empecé a
teclear la novela, donde los personajes opinan con la libertad de lo que son,
conocía bien las conclusiones de los expertos sobre la génesis del cuadro:
desde los clásicos de Van Hensbergen, Penrose y La Puente a las memorias de Man
Ray, James Lord o la madre de dos hijos del artista, Françoise Gilot. Libros
escritos por historiadores y testigos, no por cantamañanas sectarios de
izquierdas que creen que Picasso es de su propiedad, ni por cantamañanas
sectarios de derechas que sostienen que el Guernica es un fraude y una basura.
Entre los historiadores y testigos serios hay quien
opina que Picasso pintó el Guernica por patriotismo y quien dice que lo pintó
por dinero. Cada cual es muy dueño, y de ellos obtuve mi opinión, que es tan
respetable y documentada como las suyas, pues en todas se fundamenta. Y mi
conclusión –que no figura en la novela, pero tengo tanto derecho a expresarla
como cualquiera– es que Picasso no pintó el cuadro sólo por patriotismo y
fervor republicano, sino que también lo hizo por dinero: 200.000 francos eran
nueve veces lo que él cobraba entonces por una obra de las caras. Era un
dineral entonces y lo sigue siendo hoy. Para afirmar el supuesto altruismo del
artista se menciona a menudo la famosa carta de Max Aub, que en mi opinión
–coincidente con la de no pocos historiadores– es una carta pactada para
justificar políticamente el cobro. Que por otra parte resulta legítimo, porque
es natural que un artista cobre por su trabajo. Yo mismo cobro a mis editores,
pues vivo de eso. Por mucho que ame la literatura, soy un novelista
profesional; como, salvando las inmensas distancias, Picasso era un pintor
profesional.
Y por cierto: puestos a decir verdades a quienes
consideran a Picasso artista comprometido en cuerpo y alma con la República, es
indiscutible que siempre sostuvo esa causa. Pero conviene recordar que lo hizo
desde lejos. Concretamente desde su estudio de París, sin pisar nunca suelo
español –absolutamente nunca– en tres años de guerra, pese a haber sido
nombrado director honorario del museo del Prado. Tan a gusto estaba en París,
por cierto, que se quedó allí durante la posterior ocupación nazi, sin ser molestado
por los alemanes; que por esa época molestaban a no poca gente. Y recibió en su
estudio a varios de ellos, incluido Ernst Jünger, que no era precisamente un
simpatizante de la extinta República española.
También hay a quien, con desconocimiento no ya de
mi novela, sino de la vida de Picasso, incomoda que se diga que le gustaban las
mujeres ajenas y que era tacaño, egoísta y aficionado al dinero. Está claro que
quien se irrita por eso no ha leído sobre él, ni conoce el testimonio de las
mujeres, hijos y amigos que lo calificaron de machista, cruel, rijoso,
pesetero, egocéntrico y tirano doméstico. Porque –y esto es lo que ciertos
simples no comprenden– se puede ser pintor genial y mala persona, se puede ser
de izquierdas y no ser ejemplo de moralidad o patriotismo. Se puede ser
republicano y cobrar. Se puede, en fin, ser muchas cosas al mismo tiempo,
incluso contradictorias u opuestas entre sí, como por otra parte lo es cada ser
humano. Y es que, a pesar de lo que creen algunos imbéciles, la vida real no es
un paisaje de blancos y negros, rojos o azules, sino una fascinante gama de
grises. Precisamente como el Guernica.
© XLSemanal
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