Por Arturo Pérez-Reverte |
Se me ha estropeado la visión, pienso cuando veo el
cartel de entrada al pueblo. Tengo que ir al oculista, pues veo menos que el
topo Gigio, o como se llame ahora. El caso es que me froto los ojos, miro de
nuevo y resulta que no. Atalayo como un lince. Lo que pasa es que donde
ponía Villaconejos del Mar Menor pone ahora Biyaconeho
del Mamenó. Me desconcierto y pregunto a un señor que pasa por allí.
«Es que ahora rotulamos –responde– en lo que llaman farfullo mursiano: el
habla de los pescadores de calamares con potera de Mazarrón, que ahora se está
recuperando. Es un bien cultural así que queremos darle rango de lengua
autonómica». Le doy las gracias, me adentro en el pueblo y compruebo que en
efecto: carteles de Se dan clases de farfullo, el rótulo Arrejuntamiento en
el ayuntamiento y grafitis reivindicativos en las paredes: El farfullo
son nuestras raíces, No hablar farfullo es de fascistas… Cosas así.
Hasta los municipales llevan rotulado Pulisía en la gorra. Y
cuando entro en un bar a pedir una cerveza, el camarero me pregunta: «¿La quiés
de folletín o esclafá?».
Me despierto, acojonado. Pero no por la pesadilla,
sino porque se empieza a parecer a la realidad; o más bien la realidad empieza
a convertirse en pesadilla. Dirán ustedes que exagero, pero igual parece menos
exagerado si les cuento que conozco al menos tres universidades donde el
presupuesto destinado al estudio y fomento de lenguas autonómicas y también de
viejas hablas populares, fablas, dialectos, farfullos, jergas rústicas,
minoritarias o como quieran llamarlas, duplica el destinado a los departamentos
de lengua castellana o española. Y no se trata, insisto, sólo de idiomas
tradicionales y asentados como el gallego, el euskera y el catalán, lo que a
algunos podría parecer razonable, sino también de cualquier parla local,
minoritaria, rural deformación de lenguas cultas o residuo de hablas rústicas,
en natural trance de desaparición al haber perdido su objeto y ser desplazadas
por el más eficaz y común castellano; y que, ahora, grupos de activistas
lingüísticos pretenden no sólo recuperar –lo que nada tiene de malo–, sino
imponer a toda costa; lo que ya es menos tranquilizador y, sobre todo, mucho
menos práctico.
Dirán ustedes que hay distancia entre el amor por
las viejas palabras y dichos locales que escuchamos de niños, el noble deseo de
conservarlos, y su imposición a toda costa: el afán de situarlas por encima de
las lenguas prácticas que nos son comunes y que, por complejas razones
históricas, acabaron siendo el castellano y, en segundo lugar, los tres grandes
idiomas autonómicos. Pero la explicación al disparate, al abismo entre
razonable arqueología lingüística y descojonación de Espronceda, es sencilla;
para algunos –cada vez más–, el farfullo y sus equivalentes se han convertido
en una forma de vida. En un negocio. Mientras el latín, el griego y la lengua
española, desprovistos de recursos, son borrados de los planes escolares por un
Estado que roza ya la imbecilidad absoluta, La Asosiasión Farfullera
del Mamenó, o la que aparezca en cada sitio, consigue nutritivas
subvenciones; pues a ver qué gobierno autonómico, ayuntamiento o universidad se
atreve a negar viruta a quienes rescatan el rico patrimonio cultural local, sea
fabla de pastores del Moncayo o chamullo de pescadores de La Caleta. O sea,
cultura popular y democrática hasta las cachas, y no esas lindezas elitistas
grecolatinas o como se llamen, ni esa lengua castellana fascista en la que
Franco firmaba sentencias de muerte. Da igual que las palabras y expresiones
farfulleras aludan a cosas que ya no existen o no se usan. La cosa es volver a
las raíces de los pueblos y las gentes. Y si tal palabra está olvidada o nunca
existió, se inventa y a chuflar a la vía. Para eso están las universidades, las
cátedras por venir, los diccionarios por subvencionar, las campañas pagadas
de Fablemos lo nuestro, los maestros que dedicarán su esfuerzo
a la útil tarea de que sus alumnos, en vez de alcachofa, aprendan a decir alcasilico; o,
como sus antepasados analfabetos de hace un par de siglos, «ráscame er
ojete subío a la pareta, sagal», que emociona mucho. Porque, cuidado con
eso, no siempre la cultura oficial es la verdadera cultura. Y, como sabe todo
cristo –y si no lo saben, asómense a Twitter–, la democracia no será plena en
España hasta que en toda autonomía, en toda ciudad, en todo pueblo, cada chucho
se lama su badajo.
Menos mal que acabo de cumplir 67 tacos de
almanaque y me queda poco en esta juerga. Y menos, habiendo aeropuertos. Pero
ustedes, sobre todo los jóvenes, se van a divertir. Con el farfullo y con todo
lo demás, ya verán. Se lo van a pasar de puta madre.
© XLSemanal
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