Por Manuel Vicent |
Para
coronar esa cima no es necesario ponerse en manos de un maestro venerable en el
Tíbet, puesto que los materiales de esa escalada espiritual los proporciona la
propia naturaleza de forma gratuita. No hay que realizar un esfuerzo especial
que no sea placentero; solo se requiere cierta práctica y un poco de
concentración.
Existen innumerables variaciones y posibilidades, pero
póngase cómodo, relájese y elija la que esté más a su alcance en ese momento.
Elija, por ejemplo, una bonita puesta de sol frente al mar, de forma que su
mirada se sacie con todos los matices de la luz mientras acaricia con la yema
de los dedos la copa de su licor preferido que tiene en la mano.
Atienda al sonido profundo del oleaje y al ligero aroma de
algas que le trae la brisa cargada de sal. Incorpore esas sensaciones a su
conciencia. Siga concentrado. Ya son cuatro los sentidos que han sido
capturados. Solo queda uno, el gusto, que actuará de disolvente para fundirlos
en un punto de su memoria.
Según Aristóteles, la memoria también es una vía del
conocimiento. Cuando el licor fluya sobre la lengua deberá convocar un recuerdo
agradable, tal vez unas palabras de amor o las risas de un verano o aquel éxito
del que se siente orgulloso.
Si añade a la dulzura del licor esa memoria feliz unida a
los cinco sentidos, sentirá en la mente un placer explosivo, que por un momento
le liberará de toda la mierda política y moral que le rodea. Esa es la mística pagana
de salvación.
© El País (España)
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