Por James Neilson |
Aun cuando sólo sea cuestión de una ilusión, el que Macri figure entre los
favoritos para ganar, con balotaje o sin uno, es de por sí un dato muy
significante.
Bien que mal, Macri no es un líder carismático del tipo que
puede hacer de una debacle una epopeya. Nadie lo ha acusado de ser un orador
fogoso capaz de entusiasmar a multitudes como hacía Raúl Alfonsín en sus días
de máximo esplendor. Quienes lo conocen personalmente, dicen que es un hombre
amable, caballeresco y leal, pero los demás lo encuentran un tanto frío, como
si siempre prefiriera estar en otro lugar.
Es por tales motivos por los que quienes procuran vaticinar
cómo evolucionará la política nacional en los meses que nos separan de las
próximas elecciones suelen atribuir el protagonismo de Macri a las deficiencias
de sus presuntos rivales. Hablan de la fragmentación del polifacético
movimiento peronista, lo poco confiables que son algunos aspirantes a
liderarlo, las extravagancias de Cristina y sus aliados, la corrupción en
escala industrial que era la marca de fábrica del gobierno anterior, el peligro
de que si ella regresa a la Casa Rosada la Argentina sufra una catástrofe
equiparable con la que ha convertido a Venezuela en un país de famélicos regido
por bandas delictivas.
Dicho de otro modo, en buena parte del país está formándose
el consenso –dubitativo, pero muy difundido–, de que en vista de las
alternativas Macri es el mal menor, que, por antipático que sea, “el rumbo” que
ha tomado es, en términos generales, el único que podría llevar el país a un
destino mejor.
Para los más exigentes, pensar así es propio de mediocres,
pero acaso convendría repetir la frase de Voltaire según la cual “lo perfecto
es enemigo de lo bueno”. Una y otra vez la Argentina se ha dejado tentar por
políticos que se mofaban de las “ortodoxias” que tantos beneficios habían
producido en otras latitudes, dando a entender que un país tan privilegiado
podría darse el lujo de emprender caminos no aptos para pusilánimes. Parecería
que el grueso de la clase media, incluyendo a muchos que se vieron depauperados
en décadas recientes pero que así y todo se aferran a los valores “burgueses”
que los progres propenden a despreciar, ha llegado a la conclusión de que lo
que el país precisa no es “más imaginación”, como piden los aburridos por la
moderación reivindicada por Cambiemos, sino más sobriedad, realismo y sentido
común.
Algunos macristas insisten en que lo que el país está
experimentando es una “revolución cultural”, pero tal vez sería más apropiado
calificar de “contrarrevolución” lo que está ocurriendo por debajo de la
superficie. Son cada vez más los conscientes de que la larguísima crisis
argentina empezó en la primera mitad del siglo pasado cuando demasiados
integrantes de la clase dirigente se dejaron seducir por distintas variantes
del facilismo voluntarista.
Tal actitud se vio estimulada por la convicción patriótica
de que, por ser un país rico –durante muchos años esta idea tan debilitante
sirvió como una seña de identidad–, la Argentina no tendría que preocuparse por
temas miserables como la productividad y el ahorro, ya que lo único que
realmente importaba era el reparto de lo ya existente. El resultado fue que,
año tras año, la sociedad se fagocitaba a sí misma hasta quedar casi vacía.
En la actualidad, el precario “modelo” socioeconómico
vigente depende del Fondo Monetario Internacional. Si por alguna razón
Christine Lagarde y sus técnicos, que por fortuna cuentan con el respaldo fuerte
de Donald Trump, decidieran que sería inútil seguir apoyándolo, se caería en
pedazos, con consecuencias sin duda terribles para la mayoría de los habitantes
del país.
Puede argüirse, como hacen los críticos de la gestión de
Macri, que ante la corrida cambiaria de abril, cuando el peso se achicó de
golpe y, por enésima vez, la inflación emprendió vuelo hacia la estratósfera,
el Gobierno pudo haber reaccionado de otra manera, pero a esta altura las
opciones que según ellos aún existían son de interés meramente académico. Nos
guste o no nos guste, hasta que por fin las finanzas nacionales estén en orden,
el Gobierno no podrá correr el riesgo que le supondría desoír los consejos
–mejor dicho, órdenes–, de los encargados de velar por la salud del sistema financiero
mundial.
Lo entienden no sólo los peronistas “racionales” que vacilan
entre aprovechar una oportunidad acaso irrepetible para deshacerse de Macri y
ayudarlo para que quien lo reemplace no herede una situación infernal que sería
todavía peor que la de fines de 2001, sino también los orgullosamente
irracionales a quienes les encantan los fracasos colectivos que, en este caso
como en otros, atribuirían al “neoliberalismo”, el “imperialismo”, la
“oligarquía” y vaya a saber qué más. Así pues, en las elecciones que poco a
poco se acercan, a los votantes les tocará elegir entre una versión peronista
de la gestión macrista que sería más o menos la misma, y una nueva fiesta
nac&pop que a lo sumo duraría un par de meses.
Sería por lo tanto comprensible que buena parte de la
ciudadanía optara por permitir que Macri siguiera al mando; entendería que,
pase lo que pasare, no habrá nada claramente mejor para el país que continuar
con el ajuste que se puso en marcha al darse cuenta el ingeniero de que el
“gradualismo” se había agotado.
Dadas las circunstancias internacionales, es paradójico que
haya motivos para pensar que, luego de muchas décadas de excentricidad
autodestructiva, la Argentina finalmente ha llegado a la conclusión de que, por
desgracia, el centrismo moderado representado por Macri y sus colaboradores
podría ser mejor que las alternativas más emocionantes ofrecidas por
populistas. Mientras que en Estados Unidos, Brasil, Italia y los países de
Europa central, están surgiendo líderes demagógicos resueltos a dinamitar el
consenso progresista que se consolidó después de la defunción de la Unión
Soviética, aquí abundan los convencidos de que no serviría para nada continuar
fantaseando en torno a esquemas supuestamente novedosos.
Quieren que la Argentina sea “un país normal” conforme a las
pautas que imperaban en el resto del mundo antes de la llegada atropellada del
Brexit, Trump, el italiano Matteo Salvini y el brasileño Jair Messias
Bolsonaro. En comparación con el trío mencionado, Macri sí es un presidente
“normal”.
¿Podría tener éxito el programa de reformas que contra
viento y marea está impulsando, en cuanto le sea posible, ya que el suyo es un
gobierno minoritario que está obligado a negociar todas las leyes que cree
imprescindibles con políticos deseosos de hacer gala de su capacidad para
torcerle el brazo? Muchos, aleccionados por una historia colmada de desastres,
dan por descontado que todo terminará mal, pero es por lo menos factible que,
siempre y cuando tanto Macri como sus sucesores inmediatos se adhieran al
“rumbo” que se ha fijado, para sorpresa de los pesimistas la Argentina vuelva a
ser un país próspero.
Si bien la abundancia de recursos naturales la ha
perjudicado mucho al entrar el mundo en una época en que una buena idea puede
valer muchísimo más en términos económicos que miles de pozos petroleros o
kilómetros cuadrados de tierra fértil, de ahí las riquezas asombrosas
acumuladas por empresas como Apple, Amazon, Google, Facebook, YouTube y otras,
disponer de las reservas gigantescas de gas y petróleo de Vaca Muerta, muchos
depósitos minerales aún no explotados, y un sector agropecuario que es notable
por su dinamismo, haría menos difícil la salida de la miseria generalizada en
la que el país está hundiéndose.
Así y todo, aunque tales ventajas facilitarían una
transición, en última instancia el futuro del país dependerá de su capital
humano. Mientras que las bellas almas sienten solidaridad para con los pobres
sin proponerse cambiarlos, otros, que tal vez sean menos bondadosos, lamentan
más la pérdida de talento causada por la pauperización de más de diez millones
de personas que no aportan nada a la economía o la cultura, salvo en el sentido
antropológico de la palabra. Para estos, el problema principal es la falta de
ambición de aquellos jóvenes que no sólo ni estudian ni trabajan sino que no
manifiestan interés en hacerlo. Si comparamos la resignación que los
caracteriza, y la negativa a criticarlos de los reacios a “culpar a la víctima”
por sus penurias, con el fervor por la educación de decenas de millones de
chinos igualmente pobres que se sacrifican para que sus hijos consigan dejar
atrás la miseria ancestral, entenderemos mejor las razones por las cuales en lo
que va de la década actual el producto per cápita de China se ha duplicado,
mientras que el de la Argentina apenas se ha incrementado.
© Revista Noticias
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