lunes, 5 de noviembre de 2018

Los relojes parados

Por Carmen Posadas
Mucho me temo que de vez en cuando mi peor yo, Posadas prejuiciosa, asoma la patita. Y me molesta porque, al haber sido víctima de no pocos juicios apresurados en mis comienzos (anda, qué nos cuenta esta de que ahora va de intelectual, ¿no debería estar jugando al golf o limándose las uñas?), procuro dar a todo el mundo, al menos, el beneficio de la duda.

Aun así, me ha vuelto a ocurrir. Entrevistaban en televisión a un intelectual patrio que no encaja en absoluto con mi forma de pensar. Sus opiniones siempre me han parecido prefabricadas, rígidas, tan engoladas como poco originales.

Incluso me molesta su careto. Sobre todo ese modo suyo de mirar al prójimo por encima del hombro como quien otea un horizonte lejanísimo al alcance solo de mentes superiores. Iba a cambiar de canal cuando, de pronto, entre tanta vacuidad artificiosa hizo una reflexión sobre los efectos de la globalización que logró detener mi índice sobre el mando de la tele. Pero solo fue un segundo. ¿Qué más daba lo que pudiese opinar sobre la globalización, el avance de los populismos o la pérdida de valores de la sociedad moderna semejante fatuo pomposo?  Por eso, de inmediato volví a mi intención primera, cambié de canal y me sumergí en uno de esos realities en los que gente llora, se insulta y se desparrama, tanto que hace que uno se pregunte si no será que a todos se nos están derritiendo las meninges.

Sin embargo, mientras presenciaba semejante zoo, me volvieron a la cabeza las reflexiones de aquel tipo. No había duda. En lo que acababa de argumentar (demasiado largo para reproducir aquí) tenía más razón que un santo. Su opinión estaba bien planteada y descubría un ángulo de la realidad del que yo no me había percatado nunca. ¿Por qué entonces había cambiado de canal prefiriendo ver cualquier dislate antes que a él? ¿No era evidente que lo hice porque tenía a aquel señor por  un pedante y un majadero? Y siendo así, ¿no estaba cayendo no solo en los mismos prejuicios que tanto deploraba, sino también en otro fenómeno que deploro aún más?

Me refiero a lo que ahora llaman ‘sesgo de confirmación’ y que, según Wikipedia, es la tendencia a buscar y elegir la información que confirma nuestras propias creencias de modo que uno solo presta atención a los que son de su misma cuerda sin intentar averiguar qué opinan los que son de otro parecer, como no sea para denostarlos y trolearlos, las más de las veces, sin tomarse la molestia de reflexionar si lo que escriben puede tener interés. El fenómeno no es nuevo. Existe una pereza mental (cuando no un prejuicio) que hace que uno no mire más allá. «Si un libro piensa por mí –escribió en su momento Kant– y si un pastor o guía hace las veces de mi conciencia, me siento seguro, reconfortado en mis creencias y me evito así la latosa tarea de pensar por mí mismo». Y eso puede ser muy cómodo e incluso ventajoso, pero, según él, hace que uno se encierre en una espiral de autocomplacencia, cuando pensar es exactamente lo contrario.

Pensar es hacerse preguntas, es no conformarse con lo que uno ya sabe. Es escuchar a otros, incluso a los que no piensan como uno. Sobre todo a los que no piensan lo mismo que uno porque es con ellos con los que más posibilidades hay de aprender algo nuevo, diferente. Como me pasó a mí el otro día con el filósofo insufrible. Sigo creyendo que es un cursi y un petardo ancestral, pero, aun así, a partir de ahora voy a poner más atención a sus palabras. A las suyas y a las de tantas otras personas que me cargan, o me parecen irrelevantes o directamente tontas.

No solo por lo que antes apuntaba Kant, sino porque, como decía mi madre, que de filosofía sabía poco, pero que en gramática parda y en sentido común era summa cum laude, hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces al día. Te quedas estupefacta, solía añadir ella, de ver lo que aprendes  hasta del más memo. Solo es cuestión  de olvidarse de los prejuicios y de abrir bien las orejas.

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