Por Carmen Posadas |
Aun así, me ha vuelto a ocurrir. Entrevistaban en televisión a un
intelectual patrio que no encaja en absoluto con mi forma de pensar. Sus
opiniones siempre me han parecido prefabricadas, rígidas, tan engoladas como
poco originales.
Incluso me molesta su careto. Sobre todo ese modo
suyo de mirar al prójimo por encima del hombro como quien otea un horizonte
lejanísimo al alcance solo de mentes superiores. Iba a cambiar de canal cuando,
de pronto, entre tanta vacuidad artificiosa hizo una reflexión sobre los
efectos de la globalización que logró detener mi índice sobre el mando de la
tele. Pero solo fue un segundo. ¿Qué más daba lo que pudiese opinar sobre la globalización,
el avance de los populismos o la pérdida de valores de la sociedad moderna
semejante fatuo pomposo? Por eso, de inmediato volví a mi intención
primera, cambié de canal y me sumergí en uno de esos realities en
los que gente llora, se insulta y se desparrama, tanto que hace que uno se
pregunte si no será que a todos se nos están derritiendo las meninges.
Sin embargo, mientras presenciaba semejante zoo, me
volvieron a la cabeza las reflexiones de aquel tipo. No había duda. En lo que
acababa de argumentar (demasiado largo para reproducir aquí) tenía más razón
que un santo. Su opinión estaba bien planteada y descubría un ángulo de la
realidad del que yo no me había percatado nunca. ¿Por qué entonces había
cambiado de canal prefiriendo ver cualquier dislate antes que a él? ¿No era
evidente que lo hice porque tenía a aquel señor por un pedante y un
majadero? Y siendo así, ¿no estaba cayendo no solo en los mismos prejuicios que
tanto deploraba, sino también en otro fenómeno que deploro aún más?
Me refiero a lo que ahora llaman ‘sesgo de
confirmación’ y que, según Wikipedia, es la tendencia a buscar y elegir la
información que confirma nuestras propias creencias de modo que uno solo presta
atención a los que son de su misma cuerda sin intentar averiguar qué opinan los
que son de otro parecer, como no sea para denostarlos y trolearlos, las más de
las veces, sin tomarse la molestia de reflexionar si lo que escriben puede
tener interés. El fenómeno no es nuevo. Existe una pereza mental (cuando no un
prejuicio) que hace que uno no mire más allá. «Si un libro piensa por mí
–escribió en su momento Kant– y si un pastor o guía hace las veces de mi
conciencia, me siento seguro, reconfortado en mis creencias y me evito así la
latosa tarea de pensar por mí mismo». Y eso puede ser muy cómodo e incluso
ventajoso, pero, según él, hace que uno se encierre en una espiral de
autocomplacencia, cuando pensar es exactamente lo contrario.
Pensar es hacerse preguntas, es no conformarse con
lo que uno ya sabe. Es escuchar a otros, incluso a los que no piensan como uno.
Sobre todo a los que no piensan lo mismo que uno porque es con ellos con los
que más posibilidades hay de aprender algo nuevo, diferente. Como me pasó a mí
el otro día con el filósofo insufrible. Sigo creyendo que es un cursi y
un petardo ancestral, pero, aun así, a partir de ahora voy a poner más atención
a sus palabras. A las suyas y a las de tantas otras personas que me cargan,
o me parecen irrelevantes o directamente tontas.
No solo por lo que antes apuntaba Kant, sino
porque, como decía mi madre, que de filosofía sabía poco, pero que en gramática
parda y en sentido común era summa cum laude, hasta un reloj
parado da la hora exacta dos veces al día. Te quedas estupefacta, solía añadir
ella, de ver lo que aprendes hasta del más memo. Solo es cuestión
de olvidarse de los prejuicios y de abrir bien las orejas.
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