Miles de migrantes, que forman parte de una caravana que se formó en Honduras, caminó hacia San Pedro Tapanatepec. (Foto/Todd Heisler/The New York Times) |
Mientras que miles de migrantes hondureños avanzan
por México con la esperanza de pedir asilo en Estados Unidos, el presidente de
ese país, Donald Trump, ha prometido detenerlos —con el pretexto de proteger a
los ciudadanos estadounidenses de “criminales” y de una “invasión”
inminente— con el envío de tropas al
sur de Estados Unidos y la militarización de la frontera.
El mandatario estadounidense no ha entendido que la
crueldad no va a resolver la crisis actual de refugiados. Tampoco la va a
resolver el aliarse con los líderes autoritarios de
Centroamérica. En todo caso, esas dos estrategias solo agravan la
situación migratoria, porque la criminalidad y el desgobierno son las razones por las cuales
quienes forman parte de la caravana están huyendo de sus países
de origen.
Lo que Trump llama una invasión es en realidad la
evidencia más visible de una apremiante crisis de gobernanza y violencia en
buena parte de América Central, una región que se ha alejado del Estado de
derecho y encaminado hacia la corrupción y la criminalidad con funcionarios que
actúan con impunidad.
Trump, por ejemplo, decidió respaldar a Jimmy
Morales —el presidente autoritario de Guatemala—, pese a que está siendo
investigado por posibles casos de corrupción por la Comisión Internacional
contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el organismo que establecieron de
manera conjunta las Naciones Unidas y el gobierno guatemalteco. Como respuesta,
Morales revocó las visas de algunos de los
investigadores de la comisión.
Actualmente, la violencia domina en Honduras,
Guatemala y El Salvador. Los tres países tienen algunas de las tasas de
homicidios más altas del mundo, y su patrón cotidiano de asesinatos,
reclutamiento forzado a las pandillas, extorsión, violencia de género y secuestros
parece empezar a reproducirse también en Nicaragua.
Los grupos criminales detrás de estas atrocidades
son un legado de las guerras civiles de las décadas de los setenta y ochenta y
de las dictaduras militares del siglo pasado, que dejaron un legado de 75.000
personas asesinadas en El Salvador y 200.000 muertes en Guatemala. Se cree que
Honduras, el país que ha sido la base de las operaciones militares de Estados Unidos
en Centroamérica desde hace décadas, fue la nación más afectada por la
violencia, pero a diferencia de Guatemala y El Salvador, nunca ha tenido un
registro oficial de las víctimas de sus conflictos.
En esos tres países de Centroamérica, el llamado
Triángulo Norte, hay unidades militares inmersas en una red compleja de crimen
organizado, narcotráfico, pandillas, partidos políticos y cuerpos policiacos
corruptos y clandestinos.
Por un lado, las pandillas tienen vínculos con la
policía: los policías persiguen solo a los pandilleros que no les dan dinero o,
si algún pandillero llega a saber demasiado de la complicidad de policías
corruptos, corren el riesgo de convertirse en víctimas. Las pandillas también
tienen conexión con el crimen organizado y grupos del narcotráfico, que, a su
vez, tienen sus propios vínculos con el ejército y la policía.
En la década de los ochenta, las pandillas
filtraron información a la policía sobre los obreros, líderes sindicales,
maestros y estudiantes que participaban en protestas políticas. A cambio, la
policía les concedió a las pandillas territorios para realizar sus actividades
ilegales en libertad. Después de que los acuerdos de paz en Guatemala de los
años noventa contribuyeron a terminar una larga guerra civil, algunos grupos
clandestinos con vínculos con la policía y miembros del ejército aún utilizaron
rutas, pistas de aterrizaje y helipuertos militares para transportar armas y
drogas.
Las redes de complicidad en Guatemala
muestran cuán íntimamente estrechos están los distintos grupos criminales y
estatales. Por ejemplo, las pandillas sobornan a la policía para que esta ignore
lo que hacen en sus territorios. Esas coimas fluyen hacia los altos mandos: los
policías locales le dan el soborno a sus jefes, quienes, a su vez, le dan una
parte a sus superiores. En los niveles más altos, los narcotraficantes podrían
comprar a un alto oficial de la policía, quien a su vez compartiría ese dinero
con algunos subalternos.
Por su parte, los narcotraficantes y otros grupos
criminales también le pagan a los pandilleros para robustecer el tráfico de
drogas y para contratarlos en distintas funciones: como sicarios,
secuestradores, extorsionistas, para incendiar lugares, robar coches o incluso
reclutar a miembros de bajo nivel.
El engranaje de la violencia, los sobornos, las
amenazas y la influencia de las estructuras de poder hace que la vida cotidiana
sea muy peligrosa para los centroamericanos. Cualquier interacción entre
pandilleros y ciudadanos ordinarios se reduce a dos escenarios. La primera:
pedir dinero. Si el ciudadano se niega, es interpretado como un desafío directo
al poder de las pandillas. La segunda: pedir el control sobre sus vidas. Que
los ciudadanos se rehúsen a dar incluso un dólar podría convertirlos en el
enemigo de una pandilla, con todos los riesgos que eso conlleva.
Los gobiernos centroamericanos conocen este
entramado de complicidades. Para enfrentarlo, sus acciones van desde hacerse de
la vista gorda ante el crimen, hasta aceptar lo sucedido de manera corrupta o
incluso la complicidad activa. Miembros de las élites trabajan desde las
entrañas y dominan estas estructuras violentas del poder. Y muchos de ellos tienen
vínculos con los sanguinarios cárteles de drogas de México.
Este panorama oscuro del que muchos
centroamericanos intentan escapar no es una novedad para la historia de
migración estadounidense. La situación actual en Centroamérica recuerda a los
horrores que llevaron a grupos de seres humanos —irlandeses, italianos,
griegos, judíos, húngaros, alemanes, polacos y más— a huir del centro y sur de
Europa. En lugar de soportar la violencia, crimen, discriminación, malos
gobiernos y hambre que padecieron durante el siglo XIX e inicios del XX, estos
migrantes se enfilaron hacia Estados Unidos. ¿El país perdió algo al
recibirlos? Pensemos en todo lo que esos migrantes agradecidos han
aportado a la sociedad estadounidense.
Como la gran mayoría de las personas que integraron
las olas masivas de migrantes de los siglos pasados, los centroamericanos de
hoy solo están buscando vivir seguros, trabajar duro y proveer para sus
familias. No son criminales, como repite Donald Trump, sino víctimas de las
empresas criminales que fingen gobernarlos.
Si Trump insiste en detener la entrada de
refugiados a Estados Unidos, al menos debería mostrar la compasión del país que
dirige e insistir que sus naciones de origen incorporen reformas que deriven en
gobiernos honestos y respetuosos de la ley. El presidente estadounidense
debería respaldar a la CICIG en Guatemala. Y
debería escuchar el reclamo de los ciudadanos de México, El Salvador, Honduras
y Guatemala que han pedido la expansión regional de la comisión antiimpunidad
de las Naciones Unidas.
La caravana migrante que salió de Honduras es un llamado
de ayuda para acabar con la violencia y la impunidad; para sustituirlas con
Estado de derecho. Esos son los objetivos de la CICIG en Guatemala. Trump y el
Congreso estadounidense deben redoblar los esfuerzos de la comisión y ayudarlos
a que se convierta en una cruzada regional que controle el dominio de los
grupos de crimen organizado y de las pandillas violentas que hacen que la vida
diaria de los ciudadanos sea intolerable.
Por supuesto, también es necesario garantizar que
se celebren elecciones justas. Pero un cambio a las elecciones no tiene sentido
sin antes restablecer el Estado de derecho.
(*) Profesora de antropología y directora del
Centro de Derechos Humanos y Estudios sobre la Paz del Lehman College.
© The New
York Times
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