Por Héctor M. Guyot
Tuve una presidenta que no toleraba el más mínimo disenso y
que imponía su opinión como una verdad revelada. Eso me ha hecho más sensible a
los intolerantes. Esa voluntad ante la cual los demás están obligados a
inclinarse es en verdad el arrebato de quien no pudo superar la etapa de la
angustia oral. En lo emocional, son como niños que lo quieren todo.
Vaya uno a
saber qué frustraciones los han mantenido en ese estado de sujeción al propio
capricho, del que son esclavos aunque no lo sepan y que ha de satisfacerse a
costa del entorno. El problema aparece cuando ese entorno adquiere las
dimensiones de un país entero, que se convierte así en el patio de juegos de un
maníaco que no vacila en causar destrozos para obtener lo que quiere. Aquí lo
sabemos bien.
La política se ha vuelto una rama de la psicología. Ya no
importan izquierdas y derechas. Lo que definirá la suerte de un mundo a la
deriva es la disputa entre aquellos que aceptan cotejar sus ideas con las de
los demás, es decir, que aceptan el diálogo que supone la democracia, y
aquellos fanáticos que homologan las suyas con una verdad que no admite matices
y que buscan imponer. Esa es hoy la lucha. Lo inquietante es que en muchas
naciones de tradición republicana han llegado al poder individuos de esta
segunda clase.
Uno de ellos, en estos días, ilustró con un gesto tanto la
supremacía de su capricho como su férrea negativa a escuchar otra cosa que no
sea su propia voz. Al presidente Trump le molestó la insistencia de un
periodista de la CNN que, durante una conferencia de prensa en la Casa Blanca,
inquirió sobre la caravana de hondureños que camina del infierno de la pobreza
en Centroamérica al supuesto paraíso de la prosperidad en los Estados Unidos
(un éxodo de final incierto que cifra en su desmesura el drama y las
contradicciones del presente). Trump no pudo soportar que lo importunaran en su
propia casa. Primero, la tensión se alojó en su cuerpo. Bajó del atril y amagó
con retirarse. Al fin, como hacía en sus shows de TV, descargó la impotencia y
la ira sobre el otro. Señaló con el dedo al atrevido, lo insultó y le ordenó a
una asistente que le quitara el micrófono. La muchacha obedeció como una
autómata y literalmente se lo arrancó de las manos. "Dejá el micrófono
-lanzó Trump-. La CNN debería avergonzarse de tenerte trabajando para
ellos". Un ataque similar soportó aquí un jubilado que hace unos años se
atrevió a contradecir el idílico relato que bajaba del pico de oro presidencial.
Esa es la cuestión, imponerse como única voz. Allá, como
aquí antes, se corroe al sistema democrático desde adentro. Y con armas
parecidas. SegúnThe Washington Post, en las últimas siete semanas Trump ha
hecho 1419 declaraciones falsas, a razón de treinta por día. Presumo que el
record está a buen resguardo en estas pampas, aunque peligra, porque Trump
sigue en carrera: el mismo día en que desterró al periodista de la CNN de la
Casa Blanca, echó al fiscal general, que se negaba a frenar la investigación
sobre la injerencia rusa en la campaña que lo llevó al poder y el posible pacto
entre el equipo del magnate y Moscú. Aquí también voló por los aires un fiscal
general, pero para cubrir el rastro de un vicepresidente que quiso quedarse con
la máquina de hacer billetes (acaso en un acto de servicio).
Al club de los fanáticos se suma ahora el presidente electo
de Brasil. Ha morigerado su discurso incendiario, pero lo delata su lenguaje
corporal. Hasta aquí, parece otro que solo escucha su propia voz y se beneficia
de alentar la división.
Intolerancia, nacionalismo, populismo, xenofobia. ¿Por qué
muchos países de Occidente se deslizan hacia un fascismo cada vez más
desembozado? Estamos en medio de una deriva que nadie comprende, y menos los
políticos, muchos de los cuales sacan ventaja del mar revuelto mientras
contribuyen a encresparlo. La polarización es cosa seria y global. Más que
política, la crisis es cultural. Montada en una globalización imparable, la
revolución tecnológica galopa sin jinete. El ecosistema mediático en el que
vivimos, más allá de sus ventajas, ha ido esmerilando valores y jerarquías que
ya no son referencia ni siquiera para contradecirlos. El centro ya no sostiene,
como decía el poema de Yeats, y las cosas se derrumban. De la incertidumbre y el
miedo que eso provoca nace la desconfianza en el otro. De allí al odio hay un
paso, y son demasiados los que ya lo dieron, cebados por políticos simplones y
redes que confirman los prejuicios por obra y gracia de lasfake newsy el
trabajo frío de los algoritmos. ¿Cómo desbaratar el odio? Reivindicando el
diálogo como acto de resistencia. Hoy las formas, las reglas, son más
importantes que el fondo.
© La Nación
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