Por Jorge Fernández Díaz |
Al día siguiente de
pulir una tregua con el papa Francisco, voló a París con el ánimo
retemplado y visitó el Palacio Nacional de los Inválidos; fue agasajada por la
Guardia Republicana y bajó hasta la tumba del gran corso.
Se declaró una vez
más "bonapartista", pese a que la notable articulista Susana Viau ya
le que había señalado que confundía "la tragedia con la farsa, al tío con
el sobrino, a Napoleón I con Napoléon III, el coup d'état del
7 de noviembre de 1799 con el golpe de mano del 2 de diciembre de 1851, al
hombre que había consolidado la revolución burguesa en Francia, barriendo a sus
alrededores los restos del feudalismo, con el aventurero que la condenaba a
oler a la 'dominación del sable y la sotana'". Cristina Kirchner,
en medio de toda esa ensalada, evocó siempre la teoría de su admirado Jorge
Abelardo Ramos, que había caracterizado como bonapartista al régimen de Perón.
Aquel texto liminar, luego corregido, aludía en efecto a una forma autoritaria
y plebiscitaria de gobierno. Ramos consideraba allí que en "países
semicoloniales" como el nuestro debía ejercerse una "dictadura democrática"
que apelase a medidas de represión, entre las que ubicaba expropiaciones,
"la adquisición voluntaria o forzosa de los grandes diarios y radios
reaccionarios" y el control de las "actividades
contrarrevolucionarias". "El bonapartismo es un protofascismo burgués
y conservador", definirá más adelante Juan José Sebreli. Junto con Cooke,
Puiggrós, Jauretche, Milcíades Peña y algunos más, Ramos estaba fundando el
"nacionalismo popular", el credo de la "juventud
maravillosa", el relato que sería modernizado por el cristinismo y la
praxis que llevarían hasta el paroxismo los esperpénticos jerarcas de Venezuela
y Nicaragua.
Los devaneos napoleónicos de la Pasionaria del Calafate nos recuerdan el
asfixiante delirio teatral bajo el que hemos vivido (tenemos mucha amnesia) y
la tradición histórica en la que se inscribe su verdadero proyecto político,
hoy convenientemente encubierto y pasteurizado para atraer ambiciosos e
incautos, y pescar en el centro. El regreso de un bonapartismo de izquierdas se
esconde, para no asustar, dentro de un frente cívico de voluntad patriótica. Es
un viejo truco que a la arquitecta egipcia le dio resultado en contiendas
anteriores: abuenarse hasta conseguir el poder y radicalizarse cuando lo
obtenga. Más allá de libertades ambulatorias y búsqueda desesperada de
impunidad, el propósito real de su regreso no debe sino leerse bajo los
objetivos que La Cámpora -organización comandada por
su hijo- se ha trazado para implementar en los primeros meses de gobierno:
"democratización" a fondo de la Justicia (colonización total de los
tribunales, despido de fiscales y magistrados independientes, entronización de
jueces kirchneristas), impulso de una reforma de la Constitución (para desarmar
los resabios liberales y modificar las estructuras institucionales de la
Argentina), batalla final contra los "medios hegemónicos" (para
limitar la libertad de expresión) y excarcelación de los "presos
políticos", un hito que algunos imaginan, como en un sueño, a la manera de
aquel 25 de mayo de 1973: Boudou , De
Vido ,Jaime , Lázaro
Báez y tantos más salen de las oprobiosas "cárceles
gorilas" y son recibidos por una manifestación acalorada. "No me
arrepiento de nada", dicen en sus muros algunas unidades básicas del
camporismo. El único que se arrepiente es José
Ottavis , que le dijo a Ernesto Tenembaum: "Pido perdón
por los carteles contra periodistas. No fue algo nuestro, vino de más arriba.
Pero estábamos demasiado dispuestos a hacer lo que fuera para agradar al padre
y a la madre... Fuimos violentos y sectarios".
En la superficie de la campaña, sin embargo, nada de todo esto será
admitido: es piantavotos, pone los pelos de punta y hace subir el riesgo país.
El planteamiento íntimo de los Kirchner se basa en una curiosa autocrítica:
perdimos porque fuimos suaves; la próxima vez no nos temblará el pulso. Para
encarar los compromisos en ciernes, ya los tejedores de mitos peronistas
comienzan a inventar argumentos y a troquelar figuras. Ciertos ideólogos
setentistas que acompañan a Unidad Ciudadana han decidido que Néstor,
con sus méritos intactos, aunque todavía condicionado por las secuelas de la
crisis de 2001, solo consiguió ser una suerte de duhaldista tardío. Es
Cristina, para ellos, la que encarna verdaderamente al kirchnerismo, la émula
del primer Perón, la presidenta que fue más allá del discurso y cargó contra la
deplorable organización liberal de la economía y de la democracia: por eso
resulta imperdonable. A esto se agrega una segunda operación para tiempos de
proselitismo, que Eduardo van der Kooy describe como una "amputación",
como una "delicada disección de la realidad": separar a Néstor de
Cristina en términos éticos. Son los "amigotes" del gran pingüino los
que metieron la mano en la lata; tal vez lo hayan hecho para solventar la
"revolución" (aunque de paso se volvieron multimillonarios), pero en
todo caso la gran dama no sabía, ni siquiera sospechaba de los bienes que
ponían a su nombre ni de los billetes que brotaban como hongos en su jardín de
las delicias. Es difícil creer semejante timo, pero nunca hay que subestimar la
desmemoria de este pueblo y la excelsa pericia de los narradores peronistas. De
esa fábrica de grandes ficciones, surgió el camelo de que Eva le daba órdenes y
sermones a su marido, que era una feminista convencida y no una conservadora de
manual, y que por supuesto latía en su corazón una especie de revolucionaria
preguevarista. El evitismo fue un invento genial de esa misma productora
literaria, pero su obra maestra consistió en despegar a Perón de Mussolini
(siendo que lo veneraba incluso muchísimo después de conocer sus dislates y
masacres), de los cientos de homicidios perpetrados durante su última
presidencia y de las sangrientas andanzas de la Triple A, que el General ideó y
armó antes de morir. Para no dañar la franquicia justicialista, los exmontoneros
abandonaron esas víctimas de lesa humanidad y lograron incluso relativizar el
enojo de su líder, quien expiró en la convicción de que ellos debían ser
perseguidos sin piedad por peligrosos, ingratos y estúpidos, tal como indican
incontables testimonios y documentos desclasificados. Algunos creadores de
todas estas mentiras trabajan ahora en la idea de que Cristina fue honesta y
disruptiva, para que su esposo cargue discreta e implícitamente con la
corrupción y la tibieza, último y sacrificial servicio que cumple desde el más
allá para que el proyecto retorne: ya habrá tiempo desde el trono recuperado de
reivindicar su memoria como Dios manda y borrar de la crónica sus pecados e
imperfecciones. Por ahora la campaña es muy simple: un hada madrina repartía
carísimos obsequios, y un ogro perverso vino a incautar los regalos. Todo lo
que no sea kirchnerismo, es neoliberalismo infame, y eso incluye a las grandes
democracias de Occidente. Y el FMI es aquella misma herramienta imperialista de
la Guerra Fría: quiere vampirizarnos para que no cumplamos nuestro destino de
grandeza; de ningún modo es el banco al que acudimos para no volar en pedazos
cuando se acabó el financiamiento. Que se usaba para tapar los agujeros del
Estado kirchnerista quebrado. Quizás la emperatriz y sus hábiles escribas se
salgan con la suya. Ya lo decía Bonaparte: en política, la estupidez no es una
desventaja.
© La Nación
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