Por Isabel Coixet |
El cuadro
más antiguo que lo intentó es la Huida a Egipto, un pequeño óleo
que data de 1609 pintado por Adam Elsheimer.
Este cuadro, admirado por Rubens y
otros maestros de la época, es de una asombrosa precisión astronómica y, aunque
lógicamente no está expuesto aquí, ejerce una gran influencia sobre muchos de los
artistas (pintores, fotógrafos, cineastas) que exponen en Metz y que pertenecen
al siglo XX y a principios del XXI.
Una de las piezas expuestas es una instalación de
Jennifer Douzenel titulada Lucioles, que consiste en una gran
pantalla negra en la que, tras cierto tiempo de visión, podemos distinguir
minúsculos puntos de luz. La obra requiere atención y silencio, algo que
también requiere la noche misma para ser descifrada, para ser comprendida. El
silencio de la noche es sólo roto por estas ráfagas de luz tenues y breves que
son las luciérnagas. Son también las diferentes fases de la noche las
protagonistas de las obras que aquí se exhiben. Lucio Fontana recrea en Ambiance
spatiale una especie de ambiente de disco, en el que sólo falta la
bombilla girando. La obra de Gerhard Richter, mucho más incisiva, no
muestra la noche, sino precisamente la imposibilidad de mostrarla. Es quizá
la obra que se me antoja más honesta de esta muestra. Francis Bacon, en Mujer
desnuda en el dintel de la puerta, muestra un espectro sonámbulo de
contornos fluidos que parece anunciar la muerte, la noche suprema. Un cuadro de
Ann Craven muestra cuarenta y seis pequeñas lunas. No hay toros enamorados de
ellas y las fases lunares se acercan a la noche, pero no son ella. Una vez más,
parece imposible describirla.
Hay una luna lechosa de Kandinsky, de la que
sorprende la obviedad: hay demasiadas lunas en esta muestra, muy poca noche
negra. Como si los que las han seleccionado hubieran renunciado de antemano a
enfrentarse con la oscuridad.
Recorro en silencio las salas vacías donde cien
artistas exhiben sus intentos –a veces vanos, otras veces certeros– de capturar
la noche. Una fotografía de la instalación de Raphaël Dallaporta me llama la
atención cuando estoy a punto de irme, con la sensación de un cierto vacío.
La fotografía es de un hueso de la época en la que
los Australopithecus todavía no habían sucumbido al Homo
sapiens, con unas muescas y líneas que, según una hipótesis arqueológica,
podrían representar el calendario lunar. Pensar que hace cuarenta mil años al
ser humano ya le inquietaba la noche y ya lo empujaba a la vida, la promesa del
alba.
© XLSemanal
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