Por Isabel Coixet |
Entro en uno
de estos lugares por curiosidad nostálgica: está en una antigua mercería a la
que recuerdo haber ido con mis padres; los nuevos propietarios han tenido el
detalle (lo que les honra) de haber dejado intacto el hermoso rótulo.
Me doy cuenta de que la disposición de los
mostradores era, al menos en mi memoria, bastante similar a la de ahora. El
local, por dentro, sufre esa extraña homogenización de los locales en esta
ciudad últimamente: las luces con bombillas antiguas, las sillas metálicas
falsamente vintage, las fotos en blanco y negro, los espejos
con las tapas del día, pintadas a mano; todo tiene un aire amable, correcto,
bonito, armónico y absolutamente aburrido. Todos los locales de la época en que
la mercería existía han desaparecido y en su lugar se respira un aire de
franquicia que lo hace todo impersonal y hueco.
Pido un café. Son las doce, pero ya aparecen los
primeros turistas, que no acaban de entender que aquí comemos a partir de la
una. Los locales de esta zona, que ya tienen bien aprendida la lección, saben
que al turista hay que echarle de comer a partir de las once y de cenar a
partir de las seis. El local es enorme y no puedo dejar de preguntarme cuánto
habrá costado su reforma, cuánto el alquiler, cuál es el coste de un negocio
así, y ¿es negocio? Mientras me abandono a estas cábalas, una voz, que me suena
familiar, me llega desde la mesa de al lado.
Alguien a quien perdí la pista hace ya diez años.
¿Qué tal? ¿Qué fue de ti? ¿Dónde te metiste? Me cuenta que le echaron del
trabajo, era periodista, no encontró otro lugar –«ya sabes cómo está la
prensa»–, se le acabó el seguro de desempleo, estuvo muy enfermo. Mientras
habla, noto que se tapa la boca con disimulo. Le faltan varios dientes. Vive de
un subsidio de renta mínima en una habitación alquilada en el extrarradio. Ha
quedado con alguien para una cuestión de trabajo, parece que la persona con
la que había quedado le ha dado plantón y no tiene móvil para llamarla. Le
presto el mío. Llama, mirando los números en un papel arrugado. Alguien
contesta. Por la conversación, deduzco que la persona con la que había quedado
no piensa presentarse y «lo del trabajo» no era nada seguro, sino una mera
manera de hablar.
Me devuelve el teléfono, pide un vino blanco. «¿Me
invitas?», dice. «Claro». Le traen el vino con unas aceitunas. Luego pide otro.
Habla y habla y habla. Cada segundo de esos diez años, cada revés, cada
negativa, salen de su boca y el local se va llenando de oscuridad. Y ni los
espejos ni las luces brillantes consiguen amortiguarla.
© XLSemanal
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