Por James Neilson |
En aquellos días ya remotos, a nadie se le ocurrió que el
paladín de la “ultraderecha” podría estar por anotarse un triunfo histórico en
el país más grande de América latina. Si bien dos años antes los
norteamericanos habían sorprendido a casi todos los pronosticadores al elegir a
Donald Trump cuando los encuestadores daban por descontado que Hillary Clinton ganaría
por un margen demoledor, los especialistas en tales asuntos suponían que sería
absurdo suponer que algo parecido podría suceder en Brasil.
Se equivocaban. Resultó que la sed de cambio era tan intensa
que casi sesenta millones de brasileños, entre ellos muchísimos negros y otros
que Bolsonaro se las había arreglado para maltratar, pasaron por alto sus
eventuales reparos para darle una victoria contundente en una región en que,
con frecuencia, el desenlace de las contiendas electorales depende de un puñado
de votos.
Una vez confirmado como presidente electo, Bolsonaro suavizó
un poquito su discurso, comprometiéndose a ser fiel a la Biblia, la
Constitución y, para extrañeza de muchos, el ejemplo brindado por aquel flagelo
de fascistas y comunistas, Winston Churchill. Con todo, aun cuando opte por
gobernar de manera menos brutal que la prevista por los convencidos de que lo
que quiere es restaurar el régimen militar de más de una generación atrás, es
evidente que, como Trump y media docena de líderes europeos, Bolsonaro es
producto del hartazgo que tantos sienten luego de décadas de predominio
político y, sobre todo, cultural más o menos progresista.
Es por tal motivo que estos rebeldes contra “las elites”
suelen ensañarse con los medios periodísticos que a su juicio sirven de voceros
del viejo establishment y que se dedican a atacarlos, a su entender
injustamente, por violar todas las reglas de la “corrección política” que
creían sería permanente pero que, según parece, sólo habrá sido una moda
pasajera.
Pues bien: ¿qué tienen en común Bolsonaro, Trump, el
italiano Matteo Salvini, la francesa Marine Le Pen, el húngaro Viktor Orbán, el
austríaco Sebastian Kurz, el ruso Vladimir Putin, la gente de Alternativa para
Alemania y otros, muchos otros, que conforman la llamada ultraderecha que está
ganando poder con rapidez en diversas partes del mundo?
Todos son nacionalistas: repudian al globalismo de quienes
dicen que el Estado-nación es una antigualla obsoleta que debería ser
reemplazado por benignos organismos supranacionales. También reivindican los
“valores tradicionales” en que la familia es considerada la base insustituible
de la sociedad, la mujer debería cumplir un rol que, desde hace muchos milenos,
es diferente del que se considera apropiado para el hombre –de ahí la misoginia
que les atribuyen los feministas–, y sienten desprecio por los delincuentes,
negándose a tratarlos como víctimas de un orden injusto.
Aunque algunos se afirman agnósticos, reivindican el
judeocristianismo por entender que desempeñó un papel fundamental en la
formación del Occidente, y por lo tanto son contrarios al islam que tratan como
una amenaza existencial. Respaldan a Israel que se ve rodeado por enemigos
vengativos resueltos a destruirlo y a masacrar a sus habitantes judíos.
Calificarlos de “fascistas” o “neonazis”, como hacen los
asustados por lo que está sucediendo con la esperanza de deslegitimarlos a ojos
de los votantes, es una exageración: hasta ahora, ninguno se ha propuesto
organizar bandas de uniformados para cazar a quienes se opongan a las
iniciativas, que siguen siendo bastante vagas, que tienen en mente.
La irrupción imprevista en tantos lugares de la
“ultraderecha” se debe a la sensación de que, para la vieja clase obrera y una
proporción creciente de la clase media, el consenso centrista, que en los años
últimos se ha deslizado hacia la izquierda, ha fracasado. Quieren algo
distinto.
Para más señas, tanto en Brasil como Estados Unidos y
Europa, quienes no se han visto beneficiados por los cambios económicos
posibilitados por los vertiginosos avances tecnológicos que siguen
concretándose, se sienten abandonados a su suerte por la izquierda progresista
que en otras épocas supo defenderlos. Ya no confían en los partidos socialistas
europeos que en algunos países parecen estar en vías de extinción, o, en
Estados Unidos, los demócratas, cuyos militantes parecen más preocupados por
los presuntos derechos de los transexuales a usar los baños reservados para
mujeres que por la situación desastrosa en que se encuentran quienes han visto
cerrarse las fábricas locales al decidir los dueños trasladar la producción a
China, Bangladesh o México.
En algunos países como Brasil, la izquierda progresista,
consciente de su incapacidad para solucionar o atenuar los problemas
ocasionados por los cambios socioeconómicos, se desmoralizó hasta tal punto que
sus líderes se concentraron en aprovechar las oportunidades para enriquecerse
personalmente, lo que, por supuesto, contribuyó enormemente a su desprestigio y
al resultado de la elecciones del domingo pasado.
En Europa y Estados Unidos, los movimientos progresistas se
aburguesaron. Puede que sus dirigentes no fueran tan corruptos como sus
equivalentes brasileños, pero, merced a sus vínculos con el Estado e
instituciones afines, lograron asegurarse ingresos muy superiores a los
alcanzables por el grueso de sus compatriotas que, al enterarse de lo que
ocurría, reaccionaron como los europeos del bloque comunista cuando vieron a
sus gobernantes disfrutar impúdicamente de lujos “burgueses” que les eran
negados. Sabían que a partir del inicio de los años veinte del siglo pasado los
comunistas habían tomado el igualitarismo económico por una “enfermedad
infantil del izquierdismo”, pero así y todo, se sentían ofendidos por el
espectáculo brindado. En la actualidad, la brecha cada vez más amplia que
separa a los integrantes de las diversas clases políticas de los demás está
provocando consecuencias parecidas.
Como es natural, la aparición repentina de Bolsonaro en
Brasil, donde en un lapso muy breve cambió drásticamente el panorama político,
ha sido festejada con júbilo por los “ultraderechistas” de otras latitudes que
sueñan con protagonizar hazañas similares en sus propios países. Lo mismo que
sus enemigos declarados de la izquierda, se creen militantes de un movimiento
internacional –lo que, por tratarse de nacionalistas, es un tanto paradójico–,
que no podrá sino continuar adquiriendo más pedazos de poder. Asimismo, es
probable que, en docenas de países, políticos ambiciosos procuren aplicar
variantes del recetario de Bolsonaro; elogiarán más a los militares, pedirán a
los policías y jueces que traten con mayor dureza a los delincuentes, se
opondrán a la inmigración descontrolada y hablarán más de la importancia de la
familia que, a juicio de muchos, sigue siendo blanco de una campaña de
destrucción progresista.
No es ningún secreto que el ideario recién adoptado por
Bolsonaro se asemeja mucho al evangélico que, al hacer hincapié en la
responsabilidad personal de cada uno para superarse en situaciones sumamente
difíciles, se diferencia del predicado por los obispos católicos y los
izquierdistas que culpan a “la sociedad” o al “capitalismo salvaje” por las
desgracias sufridas por los social y económicamente rezagados.
He aquí una razón por la que los cultos evangélicos están
ganando terreno tanto en Brasil y América Central, como en otras partes de
América latina a costa de la Iglesia Católica. En vez de dar a entender que una
eventual mejora de las condiciones de vida será consecuencia de un gran cambio
universal en que pocos realmente creen, aseveran que se deberá a los esfuerzos
de cada uno, una actitud que refleja más respeto por la dignidad personal del
individuo al asegurarle que su destino dependerá más de sus propias decisiones
que de la voluntad ajena. Será por dicha razón, y por la austeridad que los
caracteriza, que en América latina los integrantes de las comunidades
evangélicas propenden a ascender económicamente más que la mayoría de sus
compatriotas.
En dosis moderadas, los seguidores de Trump, Bolsonaro,
Salvini comparten el apego a valores tradicionales. Eso no plantea ningún
riesgo, antes bien, ayuda a hacer más coherentes a sociedades que de otro modo
podrían fragmentarse en una multitud de “identidades” rivales, como en efecto
está sucediendo en Estados Unidos. En cambio, una sobredosis de tradicionalismo
sí sería peligrosa. Aunque fue previsible que tarde o temprano se produciría
una reacción frente a la ofensiva que han emprendido quienes aspiran a
modificar radicalmente todas las sociedades occidentales, embistiendo con
virulencia contra modalidades que han durado milenios, además de intentar
reescribir la historia común y reinventar el idioma, en el caso de Bolsonaro,
aún más que en el de Trump, la tentación de ir demasiado lejos podría ser tan
fuerte que los excesos cometidos por sus partidarios sean tan sanguinarios como
los que la izquierda está perpetrando en Venezuela y Nicaragua.
© Revista Noticias
0 comments :
Publicar un comentario