Por Nelson Francisco Muloni |
En su remera amarilla o gris, siempre de mangas largas (o al
menos así lo recuerdo), exhibía un pecho generoso y una agilidad asombrosa. No
era alto. Más bien bajo para el puesto, pero su admiración por el Gato
Musimessi (a quien se asemejaba en el rostro), lo llevaba a practicar hasta
extender su estatura como un duende maravilloso de un poste al otro, con el
travesaño intacto, protegido de los golpes que él sacaba hacia el córner.
Jugaba, como todos los arqueros de su época, sin guantes en
las manos, y en las piernas, con la única protección de rodilleras de fieltro.
Sus manos, agrandadas de tanto detener y agarrar el duro balón de cuero, eran
las mismas con las que acariciaba a su mujer y a su hijo, que lo acompañaban
como admirados espectadores de sus espectaculares atajadas.
En algún momento, suplantó a “Manolo” Ovejero (que se fue a
River Plate) en el equipo de la Lija Jujeña. Y allí, en el estadio La Tablada,
supieron de sus vuelos y afanes. Las mismas herramientas con las que, más
joven, había logrado la admiración de los hinchas de Olimpo de Bahía Blanca.
El tipo era buen arquero. Sin dudas. Y era buen tipo,
además. Querido por sus compañeros de equipo. Buscado y admirado por sus compañeros de Comunicaciones en Gendarmería, su trabajo cotidiano. Era feliz. Creo
yo que era muy feliz.
Pasaron los años y, tras el golpe del ’55, fue trasladado
con su familia a un pueblo de San Juan, Barreal. Allí siguió jugando en un
campeonato local. La jugada más célebre de él era, cuando la pelota venía de
aire, saltar y tomarla entre sus manos grandotas, agacharse, hacerle dar un
pique al balón y alcanzárselo rápidamente a un compañero. Así, año tras año.
Su mujer quedó embarazada. Otro niño. Otro sueño. Otro
mundo. Y aquel guardameta glorioso se fue con el hijo que siempre lo acompañó, al
encuentro de la cancha para un partido definitorio.
Todo iba bien hasta que, hacia el arco propio, vino una
pelota de aire. Saltó, como siempre, la tomó entre las manos y, cuando quiso
hacerla picar agachándose, el balón de le escurrió y, lentamente, como una
puñalada final, entró al arco. El hombre quedó agachado, con una rodilla en
tierra, mirando hacia atrás, hacia la pelota en la red. Su equipo perdió por
ese único gol. Siempre agachado, hundió su rostro entre las manos. Su hijo
entró corriendo a la cancha y lo abrazó. Los dos lloraron. Era el final. Los
años habían pasado. Los sueños, también.
Nunca más volvió a jugar. Nunca más volvió a una cancha. Ni
como espectador. Siguió conservando su adoración por ese deporte raro y
divertido, pero sus dedos se volvieron viudos de un balón que lo abandonó para
siempre en la red de un arco en un pueblo de San Juan.
Aquel guardameta glorioso, admirador de Musimessi,
reemplazante de Ovejero, creador de virtuosas figuras en al arco, atrapador de
vientos de ilusiones y admirable vencedor de gladiadores, murió en 2015, a los
90 años. Se llamaba Ricardo. Era mi padre.
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